Suelen ser casi inevitablemente tópicas las historias de notables personajes que hubiesen destacado en facetas artísticas, políticas, deportivas, científicas o en cualquier otra carrera laboral de cierta notoriedad, y que no comenzaran recordando sus primeros y difíciles años de vida o de actividad profesional para encontrar en ellos un motivo de superación y de emulación que justificasen a su vez los éxitos en sus carreras. Si pudiésemos crear un modelo concreto de todos esos tópicos y acercarlos a la realidad para encontrar algo verosímil y palpable que rezumara autenticidad, no estaríamos muy lejos de la historia real de Ruby Catherine Stevens, conocida para el Cine y el mundo como Barbara Stanwyck.
Y es que detrás de una de las figuras más importantes y relevantes del Hollywood clásico, referente para muchas intérpretes del Séptimo Arte que la siguieron décadas después, había un largo camino lleno de obstáculos y escollos que solamente la tenacidad y perseverancia demostrada por su fuerte personalidad consiguió superar durante toda su vida. Una existencia que ya se mostraría cruda y adversa desde su infancia en el populoso barrio neoyorquino de Brooklyn de principios del Siglo XX.
Huérfana con apenas cinco años, su infancia se desarrolló en orfanatos y hogares de acogida varios, lugares que para ella, se convirtieron a menudo en prisiones sin barrotes de las cuales se fugaría en más de una ocasión. Tuvo que abandonar prematuramente la escuela, y con apenas 14 años empezó a trabajar en distintos oficios, entre otros, el de telefonista. Todo parecía encaminarse a una existencia rutinaria, anodina en el mejor de los casos, para la joven Ruby. Pero su rebeldía innata, ya latente desde sus primeros años, no le hizo conformarse con ese futuro que el destino aparentemente le tenía reservado. Ella deseaba algo distinto, ambicionaba algo que la hiciera distinguirse de la masa cotidiana, y para ello nada le resultó más útil y fructífero que su amor por el espectáculo. Empezó compatibilizando sus trabajos rutinarios con el de bailarina de cabaret. Su primer acercamiento al mundo del Show Business fue colaborando con la compañía Ziegfield Follies. Fue un duro aprendizaje, partiendo desde la base, desde una corista de segunda fila, hasta alzarse con un nombre y un prestigio en el Broadway de los años veinte. Todo un extenso recorrido que la endurecería y puliría los rasgos más especiales de su identidad como intérprete: determinación, arrojo y osadía ante cualquier circunstancia.
Su siguiente paso estaba claro en su mente: La Meca del Cine. Fueron los últimos estertores del Cine Mudo de un Hollywood envuelto en la vorágine que supondría la revolución de la llegada de la palabra a la gran pantalla. Un reto que la joven Barbara Stanwyck asumió con el usual atrevimiento del que siempre hizo gala. Pero como ella siempre reconoció, además de la convicción en tu propio talento y su fuerte personalidad, necesitaría un factor adicional e igualmente esencial para llegar al éxito. Y fue la suerte de que uno de los grandes creadores cinematográficos del momento, Frank Capra, se fijara en ella. Captó enseguida un halo especial, algo distinto a cualquier otra intérprete de aquel momento. No era especialmente bella, ni poseía un presencia física que atrajera de forma masiva a la audiencia masculina, tampoco disfrutaba de un exotismo singular que la hiciera destacar.
Era algo distinto, un carisma extraordinario que cautivó al director italo-americano y que trasladaría a la audiencia norteamericana durante su colaboración mutua durante cinco películas.
Su larga carrera siempre se caracterizó por la extraordinaria versatilidad que poseía en sus actuaciones. De la comedia, al melodrama, del musical al Cine Negro. Fuese cual fuese el registro interpretativo al que dedicase su talento, siempre salía airosa. Lo hizo en una maravillosa comedia como “Las tres noches de Eva”, del prestigioso director Preston Sturges en la que una alocada y encantadora Barbara Stanwyck persigue incansablemente al joven e ingenuo millonario encarnado por Henry Fonda para conseguir seducirle. Una mordaz e ingeniosa comedia que fue todo un éxito en su tiempo. Y también brillaría en otra obra maestra del género, “Bola de Fuego” (1941), dónde retomando el papel de bailarina de cabaret de sus primeros años, contagia con su presencia a un grupo entrañable de profesores e intelectuales empeñados en elaborar una enciclopedia que recopilara todo el saber humano. Ella le enseñaría otro tipo de conocimiento, el de la realidad más mundana y pícara, algo que les cambiará su forma de ver la vida.
Poseía una singular amplitud de registros que le llevaban desde interpretar a una hiperactiva comediante capaz de arrancar múltiples sonrisas a cualquier espectador, a brillar al mismo tiempo en algunos de los thrillers más sombríos jamás realizados. De su capacidad sin igual para producir emociones dispares desde la pantalla, es un magnífico ejemplo el film “Voces de Muerte” (“Sorry, wrong number”). Basada en una obra original realizada para la Radio, la actuación de la actriz es excepcional, interpretando el personaje de una mujer postrada en la cama por una dolencia psicosomática que le impide apenas moverse durante toda la obra y que se convierte en testigo accidental de una conversación telefónica en la que se planifica el inminente asesinato de una mujer. Sus recursos dramáticos son excelsos, trasladando a la audiencia sensaciones como el miedo, la inquietud y la angustia que su personaje sufre a la largo de todo el metraje con una verosimilitud única en esta magnífica y claustrofóbica historia. Fue su cuarta nominación al Oscar, premio que nunca obtuvo, y que como suele ocurrir con algunos de los más grandes del Séptimo Arte fue compensado de forma tardía, seguramente para compensar la mala conciencia de la Academia norteamericana, con un Oscar honorífico en 1981 por “su enorme creatividad e inestimable contribución al arte de la interpretación cinematográfica”.
Como suele ocurrir con algunos de los más grandes del Séptimo Arte fue compensado de forma tardía, seguramente para compensar la mala conciencia de la Academia norteamericana, con un Oscar honorífico en 1981 por “su enorme creatividad e inestimable contribución al arte de la interpretación cinematográfica”.
Pero es sin lugar a dudas “Perdición” (“Double Indemnity”) (1944), donde el talento y la clase innata de la actriz se manifiesta en toda su extensión. Una obra maestra del Cine Negro, en la que la primera aparición del personaje de Stanwyck bajando las escaleras se convierte en un icono de la Cinematografía. La perversidad y la audacia de su personaje, unido al estoicismo que demuestra al asumir la fatalidad de su inevitable destino convierte la atmósfera de este film en un icono del Film Noir, permitiendo que esta adaptación de la novela homónima de James M. Cain ofrezca un sendero cinematográfico del cual se valdrían multitud de directores y guionistas para crear sus propias películas e incluso producciones literarias posteriores, pero indudablemente sin poder alcanzar lo excelso de esta estupenda obra. Un reto excepcional para la propia actriz en la cumbre de su fama como intérprete, en el cual, el riesgo y el desafío que supuso interpretar a un personaje que pudiera resultar odioso para gran parte de la audiencia de su tiempo, obtuvo sus réditos al posiblemente proporcionarle el personaje más perdurable de su vasta carrera.
Si pudiéramos destacar una simple faceta de su personalidad poliédrica, tanto en su faceta profesional como en su vida privada, sin duda sería su independencia. Durante sus más de cincuenta años de presencia en la pantalla, siempre se consideró una freelance en su relación con los grandes estudios. Nunca se sintió cómoda con los largos contratos que convertían tanto a las grandes estrellas como a los secundarios de lujo en simples mercancías que se intercambiaban de un estudio a otro, llegando a ser una de las pioneras en la defensa acérrima de los derechos de los actores y profesionales del Hollywood clásico. Siempre se sintió más interesada en la profundidad del personaje que iba a interpretar y en el mensaje o esencia artística de la película en la cual colaboraba que en los previsibles resultados de taquilla que la misma pudiese obtener. Es sin duda, una precursora de intérpretes como Meryl Streep o Cate Blanchett, actrices con un enorme talento, las cuales como muchas otras colegas de profesión que la siguieron siempre reconocieron el mérito de la carrera desarrollada por Stanwyck y su inmenso legado, carrera que pudo llevar a cabo en un entorno como era el del Cine de la primera mitad del Siglo pasado, en el cual la misoginia y la mentalidad masculina convertían la conquista de un propio espacio vital y personal de las mujeres en ese entorno hostil en algo casi heroico.
No fue una estrella del cine al uso. Siempre fue consciente de sus orígenes humildes y difíciles. Sus rodajes siempre resultaron sencillos y ágiles, propios de una profesional que dedicaba sus cinco sentidos a su profesión, con una ética de trabajo modélica y muy lejos del divismo y de los caprichos que ofrecían las conductas de algunas otras compañeras de profesión. Dentro de la humanidad que poseía, destacó siempre el apoyo a algunos colegas de profesión que pasaron por circunstancias difíciles en una industria tan exigente y en ocasiones casi inhumana como era la del espectáculo, y que ella misma padeció en sus duros y complicados inicios.
Su propia vida y carrera profesional supusieron un modelo inspirador para muchas mujeres de su tiempo. El destino escogió para ella el camino más largo y más arduo hasta llegar a la cúspide del éxito. Desde su penosa infancia con trazas casi más propias de un relato de Dickens, hasta el reconocimiento unánime del público que la adoraría durante más de medio siglo tanto en la gran pantalla como en sus postreros trabajos televisivos. Era un rasgo característico de su carácter, el de no mirar nunca atrás. Parte de su temperamento lo forjó a través de sus creencias religiosas. Nacida protestante, se convertiría al Catolicismo después de su primer matrimonio, Fé que supuso para ella un apoyo imprescindible en su devenir personal y profesional. Siempre se consideró una conservadora republicana militante, lo cual en ocasiones le granjeó alguna enemistad entre algunos de sus colegas de profesión. Sobre todo en la sombría época de la caza de brujas del senador Joseph McCarthy, uno de los episodios más oscuros e infaustos de la historia de Hollywood. Ante la investigación del llamado Comité de Actividades Antiamericanas, iniciada para investigar “la infiltración comunista” en el mundo del espectáculo norteamericano, se produjo una de las fracturas más visibles dentro del Cine norteamericano. En uno de esos bandos, el que configuraba el ala más tradicional y que perseguía la preservación de los valores americanos se posicionó la actriz, junto a nombres tan visibles como el del futuro presidente norteamericano, Ronald Reagan, o actores tan legendarios como John Wayne o James Stewart. No fue una estrella del Cine al uso.
Siempre fue consciente de sus orígenes humildes y difíciles. Sus rodajes siempre resultaron sencillos y ágiles, propios de una profesional que dedicaba sus cinco sentidos a su profesión, con una ética de trabajo modélica y muy lejos del divismo y de los caprichos que ofrecían las conductas de algunas otras compañeras de profesión.
Se convirtió en un ejemplo vivo y tangible del sueño americano, del “American dream”, y de cómo el destino de cada uno puede ser forjado a través de la determinación y el esfuerzo, amén del talento, sin que el origen social o económico del que se proceda pueda ser un impedimento para lograr el éxito en la vida. Durante los últimos años de su vida compartió sus ocasionales trabajos para la pequeña pantalla con multitud de obras de caridad dedicando su energía a ayudar a personas sin recursos económicos y víctimas a menudo del desarraigo familiar, personas a las cuales sin duda ella vería como un reflejo no muy lejano de aquella pequeña y frágil Ruby Stevens, que gracias a una voluntad de acero, llegaría a ser un icono imperecedero de la pantalla.