En el reciente Congreso Mundial de Familias celebrado en Verona, varios de los intervinientes coincidieron en el uso de la famosa frase de Gilbert Keith Chesterton que, como si del oráculo de Delfos se tratara, preveía la locura –en especial ideológica- en la que nos hallamos en nuestros días: «Llegará un día en que será preciso desenvainar la espada por afirmar que el pasto es verde».
Se referían aquellos oradores de manera fundamental a esa corriente de pensamiento cada vez más extendida e impuesta por sus divulgadores, según la cual, el sexo de las personas no está relacionado con las leyes biológicas. Ya se sabe que la corrección política establece que hay niños con vulva y niñas con pene. Y que decir lo contrario es anatema.
Se trata de un pensamiento especialmente peligroso para los niños, a los que –en la mayoría de las ocasiones sin conocimiento de sus padres- se les anima desde su más tierna infancia a cuestionarse su sexualidad, incluso antes de que tengan conciencia de ella.
Otra muestra de este peligroso desvarío se ha dejado ver, con desparrame evidente, en el diario The New York Times. El artículo de marras lo firma un tipo al que se le atribuye la condición de médico, pese a que su trabajo no consiste en curar, aliviar o acompañar a enfermos, sino en acabar con la vida de aquellos a los que les quedan pocas semanas para nacer.
Lo llaman “especialista en servicios de aborto tardío”. Uno tiende a considerar que si le quitan la vida, siempre se la quitan antes de tiempo. Por lo que lo de “tardío” me chirría. El aborto siempre sucede demasiado pronto… al menos para quien es privado de su vida intrauterina.
Nada se puede hacer contra quien niega lo obvio. Y mucho menos contra quien lo dice a conciencia de que sus palabras chocan con el más elemental razonamiento
Pero aún chirría más el título del artículo de marras: “El embarazo mata. El aborto salva vidas”. Y en sus primeras líneas: “El embarazo es una condición que amenaza la vida. Las mujeres mueren por estar embarazadas”.
Realidad, realismo y distinción
Distingamos. No se puede negar que hay mujeres en el mundo que mueren en el periodo de embarazo, porque se trata de una circunstancia vital, no una enfermedad, que conlleva unos ciertos riesgos sanitarios. Pero las mujeres encintas que fallecen lo hacen, en su inmensa mayoría, porque se encuentran en lugares donde no hay posibilidad de abordar con garantías esos contratiempos. No por el embarazo, sino por la falta de condiciones sanitarias adecuadas.
Ya le estoy viendo cargar contra la construcción o los trabajos de pocería; tal vez contra la conducción de vehículos pesados o de transporte de cargas peligrosas o, incluso, contra la apicultura.
Porque todas esas actividades pueden amenazar en mayor o menor medida la vida humana. Pero estoy convencido de que nunca diría: “La apicultura mata. El exterminio de las abejas salva la fauna”.
Es una contradicción en sí misma tan evidente (el embarazo es un proceso de creación de vida, el aborto acabar con ella) que rebatirlo con argumentos se pone casi imposible. Nada se puede hacer contra quien niega lo obvio. Y mucho menos contra quien lo dice a conciencia de que sus palabras chocan con el más elemental razonamiento. Por eso en este tipo de ocasiones cae como un guante el aforismo chestertoniano.
El problema más profundo de negar la realidad es que hace imposible el diálogo, la maduración y el entendimiento
La negación de la realidad, de lo obvio, es un indicio claro de desequilibrio mental. O, cuando menos, de tener un grave problema por resolver. Cuando esta circunstancia se convierte en elemento rector de una conducta, además resulta peligroso para el propio sujeto y los que le rodean.
La mayoría de quienes nos leen con amabilidad habrán presenciado una escena parecida a la que sigue: Un adulto sorprende en ‘delito flagrante’ a uno de los hijos saliendo de la cocina con cara de despistado y unos churretes de chocolate por la cara. El pequeñajo ha ido, obviamente de forma furtiva a aplacar sus ansias chocolateras hundiendo los morros en un pastel o sisando unas pocas onzas del chocolate que, en vasos de fino oro se degustaban en los banquetes de Tenochtitlán, corte azteca de Moctezuma.
Ante la evidencia, el niño es reprendido. Pero negando la realidad responde, entre descarado e inconsciente: “¿Quién? ¿Yo?” Resultado, no hay forma de razonar con ese niño y se le castiga en proporción.
El problema más profundo de negar la realidad es que hace imposible el diálogo, la maduración y el entendimiento, de la misma manera que la Física nos enseña que sin rozamiento no es posible que una bola avance sobre un plano.
No es cuestión de desterrar el hecho de que diferentes personas puedan percibir la realidad de modo diverso. En el intercambio de esas visiones, el ser humano es capaz de alcanzar la verdad, si se hace con respeto al otro y un mínimo grado de honradez intelectual.
Pero una cosa es que cada uno vea la realidad con el color del cristal con que la observa y otra muy diferente no reconocerla como es o, lo que es peor, retorcerla contra la razón y la evidencia con intención de imponerse. Eso es totalitarismo.
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