Hace dos veranos tuve la oportunidad de ir a África con un grupo de nueve chicas madrileñas con el objetivo de tener una experiencia de voluntariado durante un mes…y realmente fue una experiencia que nos dejó huella.
Durante esos días nos integramos en su cultura, compartimos muchísimos momentos y sobretodo aprendimos, a veces sufriendo con ellos, de las realidades que íbamos descubriendo.
El itinerario del viaje se desarrollaba entre Kenia y Tanzania e íbamos acompañadas de miembros del Movimiento de los Focolares, una organización católica que fomenta la fraternidad universal.
Primero estuvimos en Juja, un pueblo a las afueras de Nairobi, dónde la gente vive mayormente de la venta ambulante, y desde este punto nos desplazábamos a los distintos centros en los que colaborábamos. Esta es una zona apartada de los barrios ricos de Naerobi dónde no están acostumbrados a ver blancos, así que nuestra presencia llamaba mucho la atención, y la gente nos gritaba «wasungu», que significa hombres blancos.
Desde el principio nos fascinó su cultura, como bailaban o cantaban para celebrar cualquier cosa, desde dar la bienvenida o simplemente las gracias. Nos impactó la forma en que nos acogieron, siempre intentando que nos sintiéramos como en casa. Como contrapartida, en el mercado también nos acosaban y nos intentaban vender cualquier cosa…
En nuestra visita a Naerobi nos chocó mucho ver la desigualdad que presentaba la ciudad, se observaba una gran parte turística, en la que se apreciaba un aparente crecimiento económico, con sus rascacielos y parques naturales llenos de turistas, contrastando terriblemente con el barrio de chabolas más grande de África. Casas de lata de una sola habitación, basura por todos lados y ningún atisbo de una higiene mínima, agua potable o asfalto, era lo más palpable, además de encontrarnos niños trabajando en las plantaciones de café y té que llenan Kenia.
Entre conocer tantos centros y vivir tantas experiencias, aprendimos a apreciar lo que realmente importa en la vida y, aunque suene a tópico, es verdad que no es feliz el que más tiene.
Uno de los sitios que más nos marcó fue un orfanato de hermanas Dominicas. En el mismo había unos 100 niños de entre 3 a 18 años y funcionaba gracias al trabajo y entrega de sólo tres monjas que seguro hacían todo lo que estaba en su mano para atenderles y cuidarles, pero que además tenían a su cargo el colegio, que junto al orfanato también dependía de ellas. A pesar de su esfuerzo, y debido a sus escasos medios, veíamos a los niños sucios, con la ropa rota, deseando que alguien jugara con ellos, y aún sabiendo que eran niños queridos y con suerte de vivir ahí, daban una fuerte sensación de abandono que nos hacía sentir impotentes. Pese a la triste situación en la que se desarrollaba su vida, eran muy alegres y no pararon de enseñarnos, una vez más, bailes y canciones que cantaban con nosotros. Otra curiosidad era ver su capacidad de creatividad, a pesar de que era latente la escasez de materiales ene l colegio, eran muy imaginativos en la utilización de lo poco que tenían. Por ejemplo, utilizaban sacos de patatas a modo de carteles, donde cosían los números o las letras del alfabeto. Nos fuimos de allí con la intención de apadrinarlos y mandarles ropa, cosa que si legó a hacer alguna de nosotras, aunque no todas.
Otra de las experiencias que nunca se nos olvidaremos fue nuestra visita a Anita´s Home. Anita es una mujer keniata, casada y con dos hijos que, gracias al apoyo económico de una parroquia italiana, decidió acoger a las niñas que huían de los matrimonios Masai. Los Masai son una de las tribus predominantes en Kenia, tradicionalmente pastores y guerreros, hay Masai que viven como antaño en la reserva Masai Mara, pero hoy día ya no todos viven así, sin embargo, a pesar de los cambios, siguen existiendo tradiciones y supersticiones muy latentes en la población. Una de estas tradiciones es la dote para contraer matrimonio, el hombre debe pagar el importe de 10 o 11 vacas a la familia de la novia, lo que significa una fuerte cantidad económica. A pesar de que está forma de actuar está prohibida, la importancia de esta cantidad hace que las familias más pobres vendan a sus hijas muy jóvenes, incluso niñas, a hombres mucho mayores, para así poder recibir este dinero.
Anita`s home es un terreno pequeño con dos casas, en una vive una mujer keniata, soltera, y la otra es el hogar de Anita y su familia. Hay además una pequeña zona de juegos con material que le mandan desde Italia. Esta aventura, que comenzó como un refugio para las niñas que valientemente huían de estos matrimonios, se ha convertido en una ayuda directa. Anita y sus amigos de la Asociación italiana «compran» directamente a las niñas cuando se enteran de algún caso, actúan pagando a las familias el mismo importe de la dote para que así la chica quede libre y pueda estudiar.
Cuando visitamos la casa había 22 niñas de entre 4 a 20 años, divididas en dos grupos. Cada grupo vivía con una mujer a la que llaman mamá e intentaban crear y llegar a ser una familia. Anita nos contaba que las quería como a sus propias hijas, y que su único problema era encontrar el equilibrio con su propia familia, pasar tiempo con sus hijos y con su marido y que ellos comprendiesen que estas niñas también son sus hijas.
Tenían las tareas repartidas y muy bien definidas, casi todas ellas daban clases en un colegio de primaria, incluso las más mayores ya que en muchos colegios se escolariza a los alumnos en función de su nivel de competencia, no de su edad, y las niñas Masai dejan el colegio muy pronto. Las chicas nos recibieron con gran entusiasmo, nos enseñaron sus casas, nos organizaron juegos y bailes y nos ofrecieron una rica comida hecha por ellas mismas, sin aparentar nada relacionado con la realidad de la que venían.
Después de unas semanas en Kenia fuimos a Iringa, un pequeño pueblo de montaña en Tanzania. Allí nos dividimos, mientras unas de nosotras trabajaban dando clase en un colegio público, otras lo hacían en un centro social.
El colegio público tenía muchísimas carencias, 70 niños por clase, con bancos de dos donde se sentaban cuatro y con pocos cuadernos que se iban pasando de uno a uno para ir completando la lección. Además su forma de enseñar eran muy tradicional, allí lo de la «letra con sangre entra» se lleva a rajatabla y nos llamó mucho la atención ver a los profesores usar la vara. Les llevamos lápices de colores, pero como no podíamos calcular bien la cantidad de niños que iba a haber, nos encontramos con que llevábamos poco material y al final tuvimos que resolverlo dándo sólo un lápiz a cada niño. Ante este imprevisto yo pensaba que se quejarían, pero cual fue mi sorpresa cuando vi que algunos se levaban el lápiz al recreo y no lo soltaban para nada, como si nunca hubieran tenido uno, y esa era su realidad.
Durante esos días pudimos apreciar el poco valor que tienen los niños. En estos sitios lo que importaba era el anciano, de hecho se les tiene un respeto reverencial, sin embargo, los niños se crían prácticamente solos, en las calles, y sin ningún tipo de afectividad, ni en la familia, ni en los colegios, la consecuencia de esto era que en el momento que les dabas un poco de cariño, se volvían locos y no nos querían soltar.
En nuestra aventura conocimos a un matrimonio italiano que querían acabar sus vidas allí desde que se jubilaron, supongo que impresionados por las mimas cosas que nos estaban impresionando a nosotras. La carencia que tienen de todo los niños discapacitados, pues se les tiene como endemoniados o castigados por los dioses, así que realmente están abandonados en las casas. Este matrimonio había montado un centro de día donde hacen estimulación psicomotriz, fisioterapia, incluso a veces terapia con caballos para estos niños… con muy buenos resultados.
Nosotras pasábamos casi todo el tiempo en el Centro social, un sitio al que los niños venían a desayunar y muchos incluso a ducharse ya que no tenían agua potable en sus casas. Después se iban al colegio y volvían a comer y recibir clases de apoyo, donde profesores voluntarios intentaban enseñarles. Eran niños que venían de una realidad muy dura, muchos solo tenían una camiseta y el uniforme del colegio roto, y la única comida del día era la que le dábamos allí. Intentaban aprender, se esforzaban todo lo posible y valoraban mucho el centro, aunque lo que más les gustaba era el momento de los bailes y de las canciones.
La alegría y el carácter africano es algo único en el mundo, disfrutan de lo que tienen, aunque sea poco, y lo celebran.
Conocimos el Slam, la realidad más dura de todas, un barrio de chabolas, dónde
colaboramos en un colegio. Más que un colegio era una pequeña iglesia de chapa en mitad de una carretera llena de basura, que prestaban por las tardes a la comunidad de los Focolares, y donde una maestra voluntaria daba clase a unos 30 niños. Eran niños seleccionados entre los peores casos, huérfanos o familias con sida, niños que no están escolarizados porque no tienen dinero o porque nadie se ocupa y, gracias a los apadrinamientos, se les daba clases en este colegio. De este modo, cuando tienen el nivel suficiente se les da una beca para que puedan ir al colegio público y seguir estudiando, oportunidad que nunca habrían tenido.
Esos niños impactaban, sucios, ropa rota, desnutridos…pero la realidad que veíamos, aveces también nos confortaba por que se notaba mucho la diferencia entre los que acababan de empezar el programa y los que llevaban ya un tiempo, el programa tenía resultados. Su necesidad de cariño, una vez más nos abrumaba ya que, literalmente, no nos querían soltar. No podíamos solucionar su situación, pero intentábamos que la olvidaran las veces que fuimos, jugando y cantando con ellos, o regalándoles pulseritas que les encantaban. Pero lo que más me marcó fue ver que había niños de la calle que se acercaban a mirar por la ventana de la escuela, y cuya situación era todavía peor ya que ni si quiera tenían esa oportunidad.
Te das cuenta de que hay muchísimo por hacer, aunque hay mucha gente buena que da su tiempo y dinero, las necesidades son tan grandes que hay que hacer mucho más.
Entre conocer tantos centros y vivir tantas experiencias, aprendimos a apreciar lo que realmente importa en la vida y, aunque suene a tópico, es verdad que no es feliz el que más tiene. Nosotras pudimos constatarlo, estuvimos un mes sin wifi y sin agua potable, pero no te das cuenta, sólo necesitas a la persona que tienes al lado.
A raíz de esta experiencia, el año pasado volvió a ir un grupo, esta vez de 30, y ya se está organizando otro para este próximo verano.