Reconozco que hay asuntos complejos de abordar, tal y como está de crispado el debate público sobre algunas o casi todas las cuestiones. Así me ocurre si quiero hablar de la violencia contra la mujer. Allá vamos. Cada 25 de noviembre desde hace ya muchos años se celebra el llamado Día Internacional contra la Violencia de Género.
Exordio obligatorio, con el ánimo de que sigan leyendo los queridos lectores (dicho en neutro, como mandan los cánones gramaticales) es dejar patente «por las dudas» que diría mi amigo Walter el argentino, que quien suscribe siente un profundo rechazo hacia los actos de violencia cometidas contra mujeres por el hecho de ser mujeres.
Pero si nos quedamos en la etiqueta de la «violencia de género» la cosa empieza a descarrilar desde el inicio.
Sin etiquetas
Empecemos por lo primero, que es la mejor manera de adentrarse en algo: el género es una categoría gramatical, como el número y el caso, no biológica. En la naturaleza humana existen hombre y mujeres. Individuos con un par de cromosomas XX o XY. Nada más. Y nada menos, más allá de las excepciones que suponen aquellas personas con síndromes como el de Harry Benjamin, que afecta a 1 de cada 100.000 personas, y provoca una patología intersexual congénita que disocia el sexo genital del cerebral.
La diferencia sexual biológica presente de manera abrumadora en la naturaleza humana, en todo caso, no determina los comportamientos futuros, al menos no de manera exclusiva y totalizadora. Pero sí determina por ejemplo, cuestiones como los niveles hormonales a lo largo de la vida, la configuración corporal y funcional del aparato reproductor diferenciado en cada caso, ciertas conexiones neuronales que hace a unos y otras más proclives en líneas generales a determinadas actividades, etc.
Así que nada más alejado de la realidad la defensa del ‘género’ como la construcción social de un rol o la autopercepción ante la que todos los demás debemos someternos sin decir, por mucho que nos asista la verdad, que el emperador está desnudo. Esto no tiene nada que ver con faltar el respeto a nadie. Tiene que ver con la realidad.
Una violencia de muchos rostros
Pero volvamos a la violencia contra la mujer por el hecho de ser mujer. Porque también es real. Y tiene muchos rostros.
Hay violencia contra la mujer, por el hecho de ser mujer, en el aborto. En primer lugar, por el que se realiza por razón del sexo, que ha enviado al cubo de la basura a millones de niñas antes de nacer. Pero también es violencia sobre la madre que, ante un embarazo inesperado, es conducida como por una calle estrecha y sin salida al quirófano de un negocio abortistas para convertirse en madre de un hijo al que no se le dejó nacer. Madre de un hijo muerto. O peor, matado. ¿No es esto violencia?
Hay violencia contra la mujer, por el hecho de ser mujer, en los prostíbulos donde las mujeres se ven abocadas (así pienso que es en la inmensa mayoría de los casos) a vender su cuerpo acogotadas por problemas de todo tipo, abandonadas por la sociedad y los servicios de asistencia, cuando no obligadas por las mafias.
Hay violencia contra la mujer, por el hecho de ser mujer, en los llamados vientres de alquiler, también presentados con el críptico nombre de maternidad subrogada. El capricho de algunos que, parapetados en el buenismo, «encargan» un hijo como quien pide a la fábrica un coche y convierte la maternidad en un zoco que cosifica, esclaviza y avergüenza al sentido común.
Hay violencia contra la mujer, por el hecho de ser mujer, cuando un desalmado -abusón en el menos malo de los casos, que no los hay buenos- se cree con derecho a maltratarla de cualquier forma y lo hace pegando, acosando, etc. Por supuesto, en casos de atentados contra la libertad sexual, violación, etc. También cuando son mujeres las que hacen lo mismo sobre otras mujeres.
Hay violencia contra la mujer, por el hecho de ser mujer, en los países -generalmente musulmanes, esta es la tozuda realidad- en los que es considerada un ser inferior, es obligada a taparse incluso los ojos con un burka y su testimonio no vale igual que el de un hombre ante un tribunal, entre otras cuestiones.
Sí, en efecto, hay muchas formas distintas de violencia contra la mujer, por el hecho de ser mujer y es justo que se exploren las mejores vías para atajarlas. Porque, al menos en España, parece que no hemos dado en el clavo.
Han sido inútiles los intentos de demonización del varón per se («la violencia está incardinada en el ADN de la masculinidad», Manuela Carmena dixit)
Si nos ceñimos a los datos de mujeres muertas a manos de varones en contextos de relación sentimental (un término tan ambiguo como extendido) presente o pasada, se ve con claridad que el número apenas ha variado pese a la insistencia machacona en una serie dogmas y estrategias que se han revelado inútiles cuando no contraproducentes.
Entre 1999 y 2017, según datos del Instituto Nacional de Estadística entre 49 y 73 mujeres murieron a manos del «cónyuge, ex cónyuge, compañero sentimental, ex compañero sentimental, novio o ex novio» (sic). Esos datos han ido disminuyendo y aumentando, si se quiere, de forma «caprichosa», pero ciertamente estable.
En paralelo, las administraciones públicas locales, regionales, nacionales y supranacionales, así como innumerables empresas, sindicatos, organizaciones feministas, etc. han dedicado ingentes cantidades de dinero -multimillonarias en euros- que, tal y como revelan los datos de nada han servido.
Demonización del varón
Del mismo modo, han sido inútiles los intentos de demonización del varón per se («la violencia está incardinada en el ADN de la masculinidad», Manuela Carmena dixit) o las advertencias sobre una forma de consentimiento en las relaciones sexuales entre hombre y mujeres que es irreal (¿en serio quieren un «firme aquí»?; ¿lo imponemos ante notario?).
Tampoco las discutibles afirmaciones (escuchen o lean a Jordan B. Peterson) sobre un supuesto sistema heteropatriarcal opresor, o la difusión de manuales contra los «micromachismos», que antaño constituían las mejores prácticas de la caballerosidad.
Y tal vez la más inútil de todas, la Ley Orgánica Integral de Medidas contra la Violencia de Género, una de las leyes más antijurídicas y alejadas de la justicia de nuestro ordenamiento, por cuanto instaura el delito de parte (sólo el varón puede ser acusado); elimina la presunción de inocencia (detención inmediata del varón por mera denuncia); invierte la carga de la prueba (es el hombre quien debe demostrar su inocencia, no quien le acusa); y, como una bomba de racimo, se convierte en una herramienta para dinamitar los procesos de ruptura familiar, ya crudos de por sí.
Merece la pena pues, que revisemos con detenimiento si existe eso que llaman género referido al sexo, que pongamos el foco en violencias contra la mujer que algunas mujeres invocan incluso como «derechos» y que exploremos mejores vías de atajar los homicidios de mujeres a manos de hombres indeseables, dado que las cifras no han cambiado demasiado.
Merece la pena luchar, con la verdad, contra la violencia. De cualquier género.
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