Vivimos tiempos en los que la inmediatez se impone. La vida nos arrastra en una vorágine que nos impide, en muchas ocasiones, pararnos a pensar, reflexionar, cuestionar lo que va ocurriendo a nuestro alrededor, en nuestra propia vida, en la sociedad que nos ha tocado en suerte. La fugacidad del trino tuitero nos encadena en un constante afán de novedades, que, a las pocas horas se han sumido en el baúl de la Historia. El aquí y el ahora reinan, o nos tiranizan, en un “carpe diem” que poco tiene de filosofía existencial y sí mucho de desarraigo vital.
No sólo entre estudiantes; en todos los ámbitos sociales, incluyendo, lo que es más dramático, el político, se constata un desconocimiento atroz de nuestra Historia
La ausente novedad de lo… novedoso
Parece que sólo lo novedoso tiene cabida, y de ahí el olvido de la Historia y de los autores clásicos. Es un lamento generalizado, sobre todo entre docentes, en los diversos niveles del sistema educativo, la constatación de que nuestros alumnos ignoran el pasado, incluso el más inmediato, y sólo retienen lugares comunes, las más de las veces tergiversados, manipulados o caricaturizados.
Pero no sólo entre estudiantes; en todos los ámbitos sociales, incluyendo, lo que es más dramático, el político, se constata un desconocimiento atroz de nuestra Historia. Y sin embargo, somos lo que somos, e incluso desde el punto de vista material, tenemos lo que tenemos, gracias a ese pasado, un pasado que, en el marco de nuestra cultura occidental, no se puede entender sin el legado del mundo clásico, de Grecia y de Roma.
Precisamente eso es lo que pretendo reivindicar con este elogio, con esta laudatio, que es una invitación cordial a recuperar los cimientos más profundos en los que nos asentamos.
«Civis romanus sum»
Porque, a pesar de las transformaciones tan hondas que ha vivido, a lo largo de su extensa Historia, particularmente durante los dos últimos siglos, Occidente, cada uno de nosotros podría afirmar, con el orgullo con que lo hacían aquellos lejanos ancestros nuestros, “civis romanus sum”, “soy ciudadano romano”.
En efecto, es esa herencia de Roma, que como un crisol supo fundir, en la Antigüedad Tardía, el legado de la Hélade con la tradición judeocristiana, en el marco de su propia idiosincrasia, la que hemos recibido y la que, desarrollando nuevas potencialidades, ha convertido, a pesar de las innegables sombras, a Occidente en un espacio democrático, económica y culturalmente avanzado.
Si existe un trípode sobre el que nos asentamos, ese el formado por Jerusalén, Atenas y Roma
Roma, la vieja Roma de los césares, la que, tras el proceso de cristianización alumbró la civilización medieval, fue el modelo de inspiración de los humanistas del Renacimiento. La Roma barroca de los papas, que sustituyó el poder de los emperadores por la magnificencia de los pontífices contrarreformistas, se convirtió en el espejo en el que se miraba el orbe católico, desde Madrid a México o Lima.
La Revolución francesa, en pleno neoclasicismo, volvió su mirada hacia aquella Roma republicana, modelo de virtudes cívicas, y los padres de la Patria estadounidense plasmaban sus ideales de libertad revistiendo sus edificios públicos de severo clasicismo.
Bolívar, contemplando las ruinas de los Foros, soñó con una América independiente y unida. El despertar medievalista decimonónico no hacía otra cosa que evocar con nostalgia la civilización cristiana que Roma había alumbrado tras su colapso político. Una y otra vez, el recuerdo, la interpretación y reinterpretación del legado romano, ha sido fuente fecunda de pensamiento y de acción.
El Derecho que conforma nuestras sociedades es quizá una de los legados más potentes de aquella civilización de ciudadanos racionales
Ante la catástrofe cultural
Por eso creo que urge corregir esa inmensa catástrofe cultural que es la ignorancia de la cultura clásica. Porque no son antiguallas, ni piezas arqueológicas muertas (aunque los restos materiales de aquella civilización sean también conocidos, valorados, apreciados), sino una fuente de agua viva capaz de fecundar nuestro pensamiento.
Durante mucho tiempo, Cicerón, Tácito, Salustio, Horacio, Ovidio, Virgilio, toda la pléyade de pensadores, poetas, escritores, historiadores que les acompaña, fueron inspiradores de la reflexión política, estética, artística en Europa y en América.
Las ciudades de la América virreinal reproducían un urbanismo que superaba, mirando al pasado, el caos de los burgos medievales. La escultura, la arquitectura, la pintura, hasta el siglo XX, trataban de emular y superar lo que se sabía o se conservaba de este pasado prestigioso.
Felipe II o Napoleón, para representar la magnificencia de su poder, aparecían como césares redivivos. Y así otros muchos ejemplos. El Derecho que conforma nuestras sociedades es quizá una de los legados más potentes de aquella civilización de ciudadanos racionales, que buscaban organizar la convivencia de un modo armónico y que fueron capaces de convertir una pequeña aldea junto al Tíber en un Imperio que transformó el Mediterráneo en un lago romano. Pocas veces en la Historia se ha visto un proceso similar.
Creo que es urgente recuperar este patrimonio. Y hacerlo de una manera atrayente, eficaz, que resulte para todos, especialmente para las nuevas generaciones, inspirador. Volver a beber en la literatura, la filosofía, el pensamiento que generó Roma.
¿Por qué no intentarlo?
Cuando viajo a Italia me admira el conocimiento de los clásicos griegos y latinos, la facilidad con la que en cualquier librería se pueden comprar, a precios asequibles, sus obras. Envidio ese cuidado, ese cariño que tienen y sienten hacia sus raíces.
Esas raíces que, con peculiaridades propias de la posterior Historia de España, no dejan de ser las mismas. Somos, en esencia, romanos. “Nihil volitum nisi praecognitum”, nada es querido si no es conocido. Para valorar, estimar, amar nuestro legado clásico, lo primero es conocerlo.
A punto de comenzar un año nuevo, lleno siempre de buenos propósitos, ¿por qué no plantearnos leer o releer la Eneida? ¿Por qué no abordar a Cicerón, o Tito Livio, o el siempre ingenioso bilbilitano Marcial? Redescubrir este tesoro, que tenemos arrinconado, vale la pena. Y si no, vean este consejo, que da para pensar, que nos ofrece uno de los epigramas de Marco Valerio Marcial:
“Créeme, no es prudente decir “Viviré” mañana es demasiado tarde: vive hoy”
Disfruten de nuestros clásicos. Ganarán en calidad de vida.
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