Si mantenemos en la vida la curiosidad por las cosas y disponemos, además de una inclinación por la observación de las personas y sus actitudes, de un descanso en nuestra ajetreada vida, podemos enriquecer algunos pequeños ratos con un entretenimiento gratificante.
En el caso de que nos dejemos llevar por un impulso de frívola apreciación, con menosprecio hacia los demás, pudiera resultarnos simple agrupar a las personas en estratos sociales, hasta arriesgarnos incluso a adivinar los móviles que alientan su existencia. Debo confesar que a esta tentación sucumbimos con frecuencia, influidos inconscientemente por una sociedad en la que se juzga a las personas principalmente por su apariencia.
Sin embargo, si ajustamos más nuestra mirada en el panorama que nos rodea, descubrimos un mundo variopinto, en el que se confunden los personajes tanto por la edad como por el atuendo, lo que constituye todo un muestrario para el conspicuo observador y en el que no es extraño descubrir a personas que disponen de unos valores poco frecuentes y, en ocasiones, de enorme riqueza.
Me voy a referir a una anécdota que comenzó no hace mucho y que me ha generado una relación que aún mantengo. Debo confesar que me llaman la atención ciertos personajes de raro atractivo tanto en su aspecto físico como en los modales y me entretengo con el juego de descubrir su ocupación e incluso su actitud ante la vida.
En mi frecuente deambular suelo coincidir de vez en cuando con un tipo de aspecto un tanto estrafalario que aparenta tener unos cuarenta y cinco años, posee una poblada barba negra que le cubre toda la cara y en la que destacan unos ojos negros penetrantes y una media sonrisa un tanto cínica festoneada con los huecos ocasionados por la ausencia de varios dientes, presentando en su físico los estragos característicos de una persona que muy posiblemente ha coqueteado con las drogas. Su ocupación consiste en recoger objetos metálicos de desecho y también pequeños electrodomésticos, ordenadores así como cables de cobre y, en general, todo aquello que, una vez desguazado, tenga un valor comercial. Para el transporte de estos elementos suele utilizar un carrito sustraído de algún centro comercial, que empuja con cierta desgana, efectuando una ruta determinada e invariable que cumple fiel a un horario bastante regular.
El inicio de mi relación con él se produjo en unas circunstancias en las que pasaba por unos momentos muy lamentables ya que lo que me llamó la atención, además de por el aspecto ya descrito, porque arrastraba con gran esfuerzo y sensible sufrimiento una pierna vendada que ostensiblemente no le protegía de ninguna infección por presentar una suciedad derivada de su contacto con el suelo. Ante su evidente cojera y demacrado aspecto, me preocupé por su salud y le aconsejé que fuera al médico para que le atendiera adecuadamente interesándome por el origen de su mal. Me explicó que se debía a la infección provocada por la herida que le había ocasionado un hierro oxidado que se le había clavado en el pié hacía unos días. Añadió que ya había ido al médico pero que no había seguido sus indicaciones de medicación. Le aconsejé que volviera y cuidara esa pierna y me explicó que precisaba continuar con su trabajo para poder comer; esa explicación me movió a darle una pequeña ayuda antes de que me lo solicitara.
Después de cierto tiempo sin tener noticias volví a encontrarme con él, viéndole aparentemente recuperado y más locuaz que en otras ocasiones, comentándome que había estado ingresado en el hospital y lamentándose de que en ese tiempo le habían sustraído los pobres elementos de su industria. Tras el breve relato de su infortunio, que no recargó con tintes dramáticos, me solicitó con la mayor elegancia que le pagara un café, añadiendo que solo en el caso de que tuviera suelto, pues si así no fuera, lo dejáramos para otro día, pues no quería comprometerme. Confieso que tanta amabilidad en la manera de pedir no me resulta frecuente, y consiguientemente puse todo mi interés en depositar lo solicitado en su mano, que me extendió con un ademán displicente, como con disimulo. Me sonrió con su media sonrisa desdentada, y con un gesto de despedida con la mano, nos separamos.
Con posterioridad, nos hemos encontrado en otras ocasiones, arrastrando siempre su carrito con desechos variados, sin que me solicitara ayuda en todas ellas y sin que yo se la ofreciera por temor a ofenderle. No se si constituye una estrategia, pero solo pide para tomar un café.
Hace unos días, cuando me pidió para el café con el mismo ceremonial de reservas acostumbrado, pude escuchar su particular filosofía sobre el limosneo, que contenía una doble crítica tanto para los que piden como para los que dan. Por lo que corresponde al grupo de los generosos, los que dan limosna, les acusaba de no seleccionar, de dar a cualquiera que les pida sin tener en cuenta que hay clases, tanto por lo que atañe a la dignidad como a las formas de solicitar la limosna. En cuanto a los mendicantes, eran objeto de sus críticas por pedir a cualquiera y sin discriminación dirigirse al posible auxiliador. En este sentido, se desmarcaba del resto porque, según su manera de actuar, se dirigía solo a aquellos que le resultaban de confianza y merecedores del trato que solamente una minoría, entre la que se encontraba, era capaz de ofrecer; en resumen, proclamaba que en todos los oficios hay clases. Concluía lamentándose de que la mayor parte de las personas dieran limosna a cualquiera que les pide, sin considerar o diferenciar otros aspectos meritorios. Por lo que a mi persona concernía, he de reconocer que mi ego se sintió íntimamente halagado y agradecido de que hubiera sido seleccionado para ser digno de confiar mi limosna a persona tan distinguida. Como es natural, me sorprendió mucho esta visión novedosa del mendicante por su originalidad y, sin duda, por el clasismo que destilaba. Me pareció entender que reclamaba no solo la limosna que pedía, sino que ésta fuera acompañada de un gesto respetuoso y digno. Por lo que pude entender, reivindicaba que la limosna alcanzara una mayor autenticidad, privándola de todo tinte frívolo o falso y se oponía en suma a que se redujera a un acto rutinario.
Tras la breve charla que mantuvimos con este sorprendente contenido, solo se me ocurrió decirle como colofón y despedida: ya te he comprendido, quieres hacerme ver que no eres un profesional de la mendicidad. Me asalta la duda de si eres un revolucionario o, tal vez, un artista. Él me respondió lacónicamente: ¡eso!