“Sé justo antes de ser generoso, sé humano antes de ser justo” – Cecilia Böhl de Faber y Larrea
Siempre la Historia nos ha demostrado la dificultad de explorar por primera vez aquellos senderos ignotos cuyo tránsito y destino final sólo se descubren con la experiencia, y que en la mayoría de ocasiones estuvieron invariablemente plagados de obstáculos y escollos nunca fáciles de superar. Uno de esos primigenios senderos lo constituye la incorporación de la mujer como figura activa y protagonista dentro del campo de la creación artística.
Y es que no hace falta remontarse a demasiados siglos atrás, hasta una época en la cual las mujeres no poseían una voz propia e independiente o ni siquiera un derecho reconocido a plasmar a través del Arte sus propias inquietudes intelectuales. Ya fuese una legislación pensada e ideada exclusivamente para los hombres, ya fuesen los cánones rigurosamente moralistas o sociales que convertían en casi una heroicidad la aparición de mujeres que pudiesen expresarse con el indispensable albedrío para poder pensar, crear o incluso opinar sus preferencias políticas. Pero esos obstáculos siempre se encontraron con la audacia e imaginación de unas pocas mujeres que decidieron, cada una en una cultura y en un contexto social diferente, enfrentarse a este Statu quo que parecía destinado a eternizarse.
Dentro del mundo del Arte, pero especialmente en el campo de la Literatura y usando como altavoz de sus propias inquietudes algo tan básico, pero a la vez poderoso, como la palabra, escritoras como George Sand, Virginia Woolf, o las hermanas Charlotte y Emily Brontë recurrieron a la utilización de seudónimos masculinos para poder impulsar sus carreras artísticas y revelar algunos de sus mejores trabajos literarios. En un mundo en el que la desigualdad y el sexismo imperante dominaban el panorama literario de su tiempo, este recurso se convertiría en una forma singular de llegar a difundir sus obras y conseguir así ser leídas por el gran público.
Una de esas mujeres que desafiaron las normas y convenciones de su tiempo para poder publicar sus trabajos y así dar salida a su íntima vocación literaria fue sin duda Cecilia Böhl de Faber, más conocida por el seudónimo masculino que ella convertiría en célebre: Fernán Caballero. Nacida en Suiza en 1775, e hija de un cónsul alemán y de madre española, su infancia se desarrollaría en el país natal de su padre hasta que se trasladó en plena adolescencia a la ciudad de Cádiz. Allí aprendería a paladear su gusto por las peculiares y fascinantes costumbres y tradiciones andaluzas que más adelante formarían parte indispensable de su bagaje literario.
Al nacer en una familia acomodada, tuvo la excepcional fortuna de poseer una educación al alcance de muy pocas mujeres de su tiempo en la España de finales del S.XVIII. Una instrucción que uniría a un estilo de vida cosmopolita gracias a los continuos viajes de su familia, por motivos comerciales, que le harían descubrir nuevos horizontes vitales que ella aprovecharía para cultivarse y desarrollar una excepcional visión del mundo que la rodeaba. Su pasión por la Literatura la heredaría de su progenitor, Juan Nicolás Böhl de Faber, un profundo amante de la lectura y del Teatro, el cual era un notable erudito que se convertiría en uno de los hispanistas más reconocidos de su tiempo y que llegaría a ser nombrado miembro honorario de la Real Academia de la Lengua Española.
Su vida amorosa fue casi tan azarosa como algunas de las peripecias sentimentales que desarrollaría en alguno de sus pasajes literarios. Se casaría en tres ocasiones y enviudaría tantas otras. Vivió durante años plenamente integrada en la élite social de la España de su tiempo, y padecería al mismo tiempo penalidades económicas durante la postrera etapa de su existencia. Llegaría a viajar por medio mundo, añadiendo a su aprendizaje intelectual una visión más moderna y multicultural, que siempre contrastaría con el conservadurismo moral y religioso de su entorno familiar, proporcionando una mescolanza de líneas de pensamiento que alcanzaría a plasmar en sus escritos.
Fue precisamente tras la muerte de su segundo marido cuando decidió imbuirse con inusitada pasión, y esta vez de forma profesional, en el mundo literario de su tiempo. Era un amor por la Literatura que siempre había profesado desde su juventud pero que sin embargo, lo había mantenido con un carácter más reservado y personal. Y es que en una vida tan contradictoria como la de Cecilia Böhl de Faber, una circunstancia especialmente dolorosa para ella fue que el más severo crítico de sus primeros escritos sería la figura que precisamente la inspiraría para sumergirse en el mundo de las letras. No era otro que su propio padre, el cual siempre se mostraría pertinazmente reacio a admitir el excelso y meritorio talento literario de Cecilia, seguramente cegado por un tradicionalismo paternalista que sólo al final de su vida pudo vencer, gracias al empeño y valía de su hija.
Entre sus obras más destacadas están sin duda sus “Cuentos y poesías populares andaluces”, que recogen las arraigadas y profundas costumbres de su amada tierra adoptiva, y que tanto la cautivaron e impresionaron desde muy joven. La principal virtud que poseen estos relatos es la fidelidad y frescura que se puede apreciar en su lectura, recogiendo las esencias del verdadero origen de los mismos, la tradición popular. Es en ese sentido una heredera evidente de la usanza germánica en la recopilación de narraciones y tradiciones centroeuropeas que llegaron a cabo los hermanos Grimm.
Pero es sin duda “La Gaviota” (1849), la novela más representativa y seguramente el cénit literario de Fernán Caballero. Tanto por el valor intrínseco que encierra este texto como por el hecho de que fuese la creación artística que le proporcionaría su primera aparición literaria y convertirse así en la obra clave en su carrera. Curiosamente escrita originalmente en francés, es sobre todo el carácter precursor que inspira esta obra la característica más destacada de la misma, a pesar de que a través de su lectura se llegan a apreciar algunos tópicos sociales que el paso del tiempo ha desvelado como superficiales o el espíritu en exceso sentimentalista que impregna a varios pasajes del mismo.La independencia y espíritu libre que siempre reivindicó, y que luego plasmaría en su tenacidad como pionera dentro del campo de la Narrativa española, lo forjaría a través de su propia peripecia sentimental, en la que mostraría rasgos de rebeldía e indudable personalidad. Desde su decisión de no asumir las negativas de su madre para la elección del que sería su primer marido, hasta su visión moderna y novedosa de conceptos como el amor y de la amistad. Una conducta personal y experiencias sentimentales, que algunos consideraron excesivamente libérrimas, siempre en el contexto de la cerrada y anacrónica moral conservadora en la España de la primera mitad del S.XIX, y que ella consideraría como una especie de pasatiempo entre lo lúdico y lo temerario, que la escritora usaría sutilmente para reivindicar un papel más central e importante de la mujer dentro del universo esencialmente masculino de su época, en el cual el rol de la mujer raramente se apartaba del tradicional de “madre y esposa abnegada”.
Cecilia Böhl de Faber fue una mujer con profundas convicciones en un universo femenino que apenas daba las primeras bocanadas de influencia en una sociedad marcadamente misógina.
Fue una mujer con profundas convicciones en un universo femenino balbuceante que apenas daba las primeras bocanadas de influencia en una sociedad marcadamente misógina. Posiblemente una de sus cualidades más arraigadas y características, y que ella cultivaría en su compleja existencia, la cual la llevaría a viajar a variados rincones del planeta, fue su capacidad de observación de su propio entorno vital y social. Una faceta de su personalidad que se acentuaría sobre todo en la época de su relación matrimonial con el Marques de Arco Hermoso. Es para ella éste un momento clave en su eclosión como escritora, pues se encontraría plenamente imbuida dentro del, para ella fascinante, mundo de la alta sociedad sevillana de su tiempo. Pero sobre todo, y de ahí la fascinante dualidad de su propia personalidad que ella trasladaría con singular talento al terreno literario, es su visión casi única, aún más tratándose de una mujer de elevado nivel social, como es la plasmación cercana y veraz de las realidades más humildes y populares, la propia de los campesinos, labradores y del pueblo llano en general.
Su importancia como novelista realista y costumbrista es indudable, siendo una de las primeras plumas emblemáticas de este estilo literario en nuestro país, cuya máxima figura representativa, nada menos que el excelso escritor Benito Pérez Galdós, fue siempre uno de los principales reivindicadores del mérito de la escritora en el resurgimiento en nuestro país de la recreación novelística y el notable impulso que su figura aportaría a este importante género narrativo.
Sería su pasión por el universo costumbrista y el folklore de la Andalucía que formaría parte durante muchos años de su propio devenir personal, la que la llevaría a conocer a otra figura literaria amante de las leyendas y los mitos que se escondían en los entresijos de la cultura más popular: el escritor norteamericano Washington Irving. Las obras de sendas figuras literarias, cuya admiración mutua siempre reconocieron ambos, se verían enriquecidas por esta amistad cultivada durante los años de estancia en España del autor de “Cuentos de la Alhambra”.
El destino no sería grato para ella en la última parte de su vida. Desde el suicidio por motivos económicos de su tercer y último marido, hasta el declive y pérdida de influencia de la novelista en buena parte de los círculos sociales que solía frecuentar. Se convertirían en unos años de profunda melancolía y tristeza para ella, en los cuales sólo pudo contar con el favor incondicional de la reina Isabel II, la cual cedió en favor de su admirada artista (la cual se encontraba en bancarrota) una vivienda sita en pleno Patio de las Banderas del Alcázar de Sevilla. Sería una situación transitoria que duraría sólo justamente hasta el destronamiento de la soberana propiciado por el suceso de la Revolución de Septiembre de 1868, cuyos ideales contrastaban con la mentalidad más tradicional y conservadora de la literata. Ya al final de sus días únicamente pudo recibir el amparo y la protección que siempre le profesaron los Duques de Montpensier, figuras muy relevantes en aquella Sevilla en la que residió durante muchos años, ciudad que constantemente ocuparía un lugar preeminente en el corazón de la escritora.
Fueron los últimos pasajes de oscuridad en la extensa y compleja biografía de una mujer que pudo gracias a su azarosa existencia llegar a conocer, explorar, descubrir y al final plasmar todas esas experiencias a través de unas obras literarias que reflejan la sociedad y el mundo que la rodeaba. Un mundo que ella contribuyó como pocas mujeres de su tiempo a lograr interpretar y descifrar con un peculiar y singular estilo, que no era otro que el propio de una escritora que quiso (y consiguió) atravesar las tupidas barreras que simbolizaban las vetustas normas y convenciones de su época. Barreras que con el paso del tiempo, otras mujeres como ella llegaron por fin a derribar en el futuro.