Carolina entró en el cuarto de baño con su estuche de maquillaje y una sonrisa. Sus ojos brillaban con la llama de la emoción y un enjambre de mariposas revoloteaba en su estómago. Su mente estaba muy lejos de allí, en la cita a la que acudiría en un par de horas.
Abrió el estuche y sacó una base de maquillaje. Pero no había destapado el pequeño frasco cuando una voz que conocía de sobra, le dijo:
─¿Has notado el grano que te ha aparecido en la comisura de los labios?
En sus ojos se apagó el brillo y la sonrisa se frunció ligeramente. Clavó sus ojos en el espejo, que reflejaba una pequeña espinilla muy cerca de su boca.
─¡No es nada!… Tengo la solución ─contestó la joven.
Abandonó la base de maquillaje sobre el lavabo y rebuscó entre sus productos, a la caza de un corrector que ocultara aquella imperfección.
─¿Has analizado alguna vez el tamaño de tu nariz? ─regresó la voz─ ¿No crees que es demasiado grande para alguien como tú?
─¿A qué te refieres? ─Carolina detuvo la búsqueda y se fijó otra vez en el espejo, presa de la angustia.
─La mayoría de las mujeres la tienen recta, respingona o esbelta. La nariz es uno de los elementos del rostro que os hacen irresistibles a ojos de los hombres. En cambio, la tuya no es precisamente atractiva. Más bien, todo lo contrario.
Tragó saliva. ¿Cómo es que nunca se había dado cuenta del desproporcionado tamaño de su nariz?
─Tal vez ─dijo dudosa─, podría hacerme una pequeña cirugía.
─Pues, de paso, opérate también los labios. Parecen dos tiras de cartón cuando deberían ser carnosos. ¿Crees que algún día vas a poder besar con ellos al chico que te está esperando? Tendréis que limitaros a hacer manitas.
A Carolina le empezaron a sudar las palmas de las manos. Como no quería manchar sus pantalones nuevos, se las secó con un trozo de papel.
─Y, solo por curiosidad, ¿cómo llevas tanto tiempo viviendo con esos ojos? –preguntó con ironía.
─¿Qué les pasa a mis ojos? ─había un tono de desesperación en su voz.
─Son tan negros que no se te ven las pupilas, como a los ratones. No son nada atractivos ─concluyó.
La joven sintió que su corazón se aceleraba. Aferró con fuerza los bordes del lavabo, en un intento por disimular el temblor de su cuerpo, apretó los dientes y respiró hondo, intentando recobrar la seguridad con la que había entrado al baño minutos atrás.
─No me estás ayudando. Y se supone que estás para eso ─gruñó, molesta.
─¡Claro te he ayudado! Mira, he hecho que dejes de sonreír. Y sin sonrisa nadie podrá ver tus dientes desalineados.
─Pero, ¿qué dices? Solo los tengo un poco torcidos.
─Lo que tú digas. Pero te aseguro que tienes una dentadura horrible.
─¡Cállate! No digas nada más ─le dijo con la voz tensa.
─Qué desagradecida. Solo era una crítica constructiva, a fin de que…
Carolina lo silenció de un puñetazo, seguido de varios más. Cuando acabó con él, observó sus manos ensangrentadas con una mezcla de fascinación y curiosidad. Respiraba de forma entrecortada, pero no había lágrimas en sus ojos.
Oyó que alguien bajaba las escaleras de su casa apresuradamente. Era su hermano Fernando, que abrió la puerta de un tirón, con una expresión asustada.
─Carolina, ¿qué…?
Sus ojos se desplazaron por el cuarto de baño. Primero se fijó en el destrozo que su hermana había hecho con el espejo, luego vio las manos de la chica, y por último la miró a los ojos.
─¿Qué has hecho? ─susurró, perplejo─. ¿Por qué has roto el espejo?
Carolina le lanzó una mirada turbulenta antes de murmurar:
─Él hacía que yo me viera imperfecta.
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