No hace mucho que una araña tejió la red más grande nunca antes vista. No elaboró un sistema corriente y plano, como el del resto de los arácnidos, sino que levantó múltiples infraestructuras de hilo blanco y pegajoso.
Con su seda trenzó edificios, parques y carreteras. Su obra pronto adquirió la apariencia de una gran ciudad para insectos. La llenó de pasadizos, de recovecos, de barrios oscuros y descampados.
Aquella ciudad hilada recibía incontables visitas: las larvas jugaban en sus parques, las hormigas hacían la compra en sus supermercados, los saltamontes instalaban allí sus despachos, los escarabajos inauguraban almacenes y las libélulas utilizaban sus aeródromos.
Cuando la araña sintió el runrún de aquella población, comenzó a tejer viviendas y a distribuir carnets de identidad entre los más fieles visitantes. Tan populares se hicieron dichas tarjetas, que el insecto que no la poseía era un donnadie.
Comenzaron a pasar tanto tiempo entre los hilos blancos, que los bichitos olvidaron la tierra que habían habitado durante siglos. Las mantis religiosas perdieron interés por los pastos. Las abejas desatendieron el néctar de las flores, las colmenas, la cera y la miel. Las chinches dejaron de molestar a los animales. Los mosquitos a los hombres y las avispas renunciaron al color amarillo. Aquella ciudad les absorbía.
Por suerte, algunos animales astutos se dieron cuenta del error y renunciaron a la tela de araña a tiempo. La mayoría, en cambio, quedó atrapada de forma irremediable.
Hoy sigue en pie la villa, que en homenaje a su naturaleza ha adquirido el nombre de Internet. Allí siguen los insectos, enredados, ignorantes del planeta maravilloso que les rodea. Algunos bichos del entorno, con sus campañas, y los escritores, con sus fábulas, tratan de ayudarles a que despierten y escapen de esa ciudad que, en el fondo, es la peligrosa tela de una araña.
María Pardo Ganadora de la XIV edición www.excelencialiteraria.com
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