Vivíamos llenos de seguridades, de certezas casi inconmovibles. Construíamos nuestro existir trazando planes que considerábamos inmutables. Nos rodeaba ese optimismo, heredado de la Ilustración, que nos permitía pensar que el ser humano todo lo podía, que no existían barreras, que el progreso, esa divinidad de la contemporaneidad, nos conducía hacia una Arcadia feliz, en la que la tecnología nos transformaría en dioses, alcanzando por fin el anhelo de aquella humanidad del Génesis, pudiendo gustar, sin ser expulsados de nuestro Paraíso materialista, del árbol del conocimiento.
Y sin embargo, de repente, aunque no quisimos escuchar los avisos que nos llegaban de China, y luego, más próximos, de Italia, un virus, del que apenas nada sabemos, ni siquiera si es un ser vivo, ha derrumbado todo. En pocos días la muerte se ha cebado en miles de personas, sobre todo entre nuestros ancianos, esos ancianos a los que nuestra sociedad de la eficiencia miraba con cierto desprecio y que ahora son llorados, entre la impotencia de no poder hacer nada por quienes, con su esfuerzo, su entrega, su sacrificio y su trabajo pusieron los cimientos de nuestra sociedad. Se han despedido en soledad, sin una mano que les transmitiera el cariño de los suyos, sin tener el consuelo de una mirada, en el anonimato de unas cifras que a pesar de su frialdad no pueden contener el grito de indignación ante tantas historias truncadas, ocultados a la vista para que ni siquiera tras la muerte pudieran inquietarnos, enterrados en soledad o incinerados lejos de los suyos.
Podíamos pensar que el progreso nos conducía hacia una Arcadia feliz, en la que la tecnología nos transformaría en dioses, alcanzando por fin el anhelo de aquella humanidad del Génesis, pudiendo gustar, sin ser expulsados de nuestro Paraíso materialista, del árbol del conocimiento.
No podíamos imaginar que todo se hundiera tan rápido, como un castillo de naipes caído ante un leve soplo. Hemos tenido que cambiar toda nuestra rutina y experimentar la opresión del encierro prolongado entre los muros estrechos de nuestras casas para ser conscientes de la realidad en la que nos hemos sumergido, una distopía hecha carne en nuestro día a día envuelto en el tedio. Lo que nos parecía sin importancia, sencillo, cotidiano, ahora es echado de menos como si se tratara de un valioso tesoro. Quién no daría ahora lo que fuera por ese café en una terraza, por esa cerveza compartida con un amigo, por la lectura de un libro sentado en el vagón del metro camino de nuestro puesto de trabajo. La nostalgia del encuentro con los alumnos en clase se impone a la docencia virtual con la que aún queremos salvar un curso extrañamente torcido. El trabajo cotidiano, con sus momentos de monotonía y cansancio, con los pequeños o grandes enfados con los compañeros o el jefe, con las risas del momento del almuerzo. Y sobre todo, la cercanía física de nuestros seres queridos, sus abrazos y sus besos, sustituidos por el sucedáneo de las videollamadas. Tantas y tantas cosas que ahora se nos antojan lejanas, distantes.
En medio de la Cuaresma, el virus nos ha impuesto un retiro colectivo, una cuarentena social que hemos querido sobrellevar con el aparente jolgorio del “aquí no pasa nada”, con la venda que pretendía ocultar el drama que nos está desgarrando. Pero poco a poco, la realidad, dolorosa, lacerante, desoladora, va haciendo que ese velo caiga, que la verdad descorra su cortina y nos enseñe lo que no queremos ver, el drama diario de tantas personas sufrientes, arañadas por la zarpa de la enfermedad, la angustia de sus seres queridos, la extenuación del personal sanitario que llega al límite de sus fuerzas para derrotar a la parca que corta el hilo anticipadamente. Demasiado dolor, demasiado sufrimiento, demasiado padecimiento. Tinieblas, como las del Viernes Santo, se ciernen sobre todo y sobre todos, y la elaboración del relato “flower power” no puede, a pesar de los esfuerzos de los constructores del storytelling oficial, disipar tanta oscuridad. Recorremos, a nivel personal y social, un Vía Crucis, que, por una improvisada vía dolorosa, nos conduce a un calvario que no sabemos aún ubicar.
La realidad se ha impuesto a nuestras ensoñaciones. De repente, la incertidumbre, la inseguridad, la perplejidad, han desbaratado la seguridad de nuestras vidas. Teníamos planificado todo, ya sabíamos a qué país exótico íbamos a viajar en verano, estaba reservado el hotel para la escapada de fin de semana, las clases perfectamente programadas, los pedidos al proveedor hechos, reservado ese sábado para la boda de unos amigos…y de repente, en momentos de angustia, hasta dudamos de que haya ese mañana inmediato, nos atenaza el miedo ante esa tos a la que no dábamos importancia por si pudiera ocultar al enemigo invisible, nos obligamos a vivir un carpe diem que nada tiene que ver con la búsqueda epicúrea del placer inmediato sino con la estoica que nos enfrenta a la brevedad de la vida.
Y sin embargo, en medio de tanta oscuridad, hay luz. La que desprende tanta entrega generosa, la que brota de tanto esfuerzo realizado por personas normales que sacan lo mejor de sí mismas, en hospitales, en comercios; médicos, enfermeras, policías, cajeras, sacerdotes, repartidores, jubiladas que confeccionan con sus manos laceradas por la artrosis mascarillas, psicólogos…tanta y tanta gente anónima que aporta lo que puede, que se da hasta el agotamiento, que arriesga su salud para curar a sus pacientes…un río desbordante que nos ofrece motivos de esperanza, que nos alienta porque nuestra sociedad es mucho mejor que una clase política mediocre y cortoplacista que no nos merecemos y a la que cuando esto pase hemos de exigir, como una ciudadanía madura, las responsabilidades correspondientes.
Tendremos que descubrir que, más allá de la utopía tantas veces renovada desde nuestro orgullo de considerarnos Homo Deus, somos seres finitos, limitados, frágiles, pero también generosos, entregados, capaces de hacer cosas grandes, de dar la vida por los otros. Tal vez salgamos más realistas, pero también más humanos; quizá nuestra escala de valores se reorganice en torno a lo que realmente merece la pena.
Como tras el Viernes Santo llega la Pascua, tras esta oscuridad brillará la luz. Será entonces el momento de aplicar la lección aprendida tan duramente, devolviendo al lugar que le corresponde tantas cosas que habíamos menospreciado. Habrá que valorar más el tesoro de nuestros ancianos, la inapreciable labor de los que se dedican al servicio de todos sin ser esos influencers que en estos días se han disipado como un humo vacío. Tendremos que descubrir que, más allá de la utopía tantas veces renovada desde nuestro orgullo de considerarnos Homo Deus, somos seres finitos, limitados, frágiles, pero también generosos, entregados, capaces de hacer cosas grandes, de dar la vida por los otros. Tal vez salgamos más realistas, pero también más humanos; quizá nuestra escala de valores se reorganice en torno a lo que realmente merece la pena. No sé si peco de optimista, es también muy probable que nada cambie, que volvamos a nuestras mediocridades, a los guerracivilismos que nos enfrentan, a endiosar nuestras pequeñeces. Pero quiero soñar, en estos momentos en los que lo que nos rondan son pesadillas, que esto nos mejorará. En última instancia dependerá de cómo usemos ese tesoro único que se guarda en nuestro corazón: el de la libertad.
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