LA LUZ, LLAVE OCULTA DEL MISTERIO, ABRIÓ LA MAÑANA. En el confinamiento, los días se alargan y la noche se echa encima como una cita inexorable y esperada: el sueño anestesia los recuerdos y serena las inquietudes…
La primera cita estaba concertada en la cocina. Los padres, desayunaron casi en silencio, presionando el tiempo; dejaron en orden la cocina, con las tazas acumuladas en el fregadero. Carmen, pasando revista a su voluminoso bolso, suspiró con voz de victoria:
– «¡Está todo!… He dejado una nota a María, para el almuerzo… ». Y apremia a su esposo:
– «¡Vamos Alejandro, se hace tarde… son casi las siete y veinte…». Este, recogiendo los papeles del salón y metiéndolos en la cartera, junto al portátil, se precipitó hacia la puerta del piso: la abrió, dejó pasar a su esposa, la volvió a cerrar con doble vuelta y se adentraron en el ascensor, bajando la mirada en aquel estrecho espacio. Ella comentó, como un pensamiento en alto:
– «¿Recordará, María, lo que tiene que hacer para la comida?… Esperemos que Carlos no se ponga muy penoso para comer…». El padre comentó con convencimiento:
– «No te preocupes, Carmen, la niña es responsable, tiene ya casi 18 años… Y el crío, si come menos, ahora gasta menos… casi no se mueve, con tanta tablet… Yo les daré un toque a la hora del almuerzo…». Ella, insistió, con la machaconería de las madres:
– «Sí, Alejandro… es responsable, pero últimamente la niña está en la inopia… ¡Ay, la adolescencia…!».
– «Todos hemos pasado por la edad del pavo… Ya sabes los tres consejos para esta edad: paciencia, paciencia y paciencia… ». Los dos entraron en el coche. Carmen, al volante, se dirigía hacia una larga jornada de guardia, de doce horas, como médico en el hospital. Antes, haría una parada momentánea dejando a Alejandro en la puerta del Ayuntamiento, donde trabajaría diez horas continuas, coordinando los horarios de los autobuses urbanos. Ella, le despidió con un beso:
– «Cuídate… y almuerza…». Una pausa y un recuerdo cariñoso, con la insistencia de las madres:
– «No te olvides de llamar a casa en el almuerzo… recuérdales que tienen en el frigo… que en el microondas les he dejado…». Sus preocupaciones miraban a sus dos amores: su esposo, sus hijos. Él se despidió, con una sonrisa:
«¡Siii… -retuvo la vocal, reforzando su convencimiento- mujer! No te preocupes. Y tú cuídate…. Nunca se sabe… Te esperaré y cenamos juntos… aunque llegues más tarde». Despidió con una mirada el coche, hasta que se perdió en la vuelta de la esquina. Su pensamiento se desvió levemente hacia el hogar, donde dormían sus hijos.
La mañana avanzaba en claridad y encontró a María sumergida en la desgana del cansancio, con los ojos perdidos en el infinito. Refugiada en un edredón, que la defendía del frío y también de esa cierta soledad que acompañan siempre al adolescente más querido. El suave vibrar del móvil la puso alerta. ¡Otro wasthaap!, pensó entre la apatía y la curiosidad. Deslizó con maestría su dedo sobre la pantalla táctil y apareció el chat, con número desconocido y sin foto de identificación. Un escueto mensaje:
¡Te quiero!
Quedó desconcertada ante tal declaración de amor sin remitente. «¡Será una broma!», pensó María. «Aunque él me mira últimamente con otros ojos… como es tan tímido…», insinuó con una media sonrisa mientras entornaba sus ojos, con una pícara sonrisa. Eran ya las ocho de la mañana. Apagó el móvil e intentó ensimismarse en sus sueños… quedó en duermevela…
La alarma del móvil la golpeó con un sonido sin alma. La calma del piso se rompió con un leve ruido, al abrir la puerta de su cuarto. Se adentró en el pasillo y de soslayo lanzó una mirada furtiva a la puerta entreabierta del cuarto contiguo, donde Carlos dormía después de una intensa e incruenta batalla entre el edredón y las sábanas: unas caían a la derecha, el otro reposaba en el suelo, a la izquierda. «Duerme como un lirón», pensó María. Y se armó de valor y responsabilidad:
– «Vamos, niño, levanta… hay que desayunar…». Nunca un mandato tuvo menos eco… María se dirigió al cuarto de baño… Tras unos minutos de aseo y de reconocimiento de sí misma ante el espejo, comenzó una segunda ronda. De nuevo entreabrió la puerta del cuarto de Carlos y exclamó con retintín:
– «Yo voy a preparar el desayuno… si no vienes, luego tú te calientas el cola cao y te haces las tostadas… ¡Ah! Y recoges los platos…». La amenaza de tan intenso trabajo, lo impulsó como un cohete. Se colocó el batín, se calzó las zapatillas y comenzó a andar como un sonámbulo hacia el cuarto de baño. Una vez sentado en la taza del wáter, se cambio las zapatillas al pie apropiado… Se dirigió como un autómata hasta la cocina. María disponía las tazas, colocaba el inmenso bote de cola cao en la mesa y miraba de soslayo a las tostadas… Comenzó un diálogo cargado de cariño y fraterna tensión:
– «¿Quieres mermelada o mantequilla?», insinuó María.
– «Las dos…», reafirmó Carlos, mientras volcaba dos cucharas de cola cao en un humeante tazón de leche… María, por su parte, ya había cargado su plato hondo con cereales integrales y light… No se miraban, cada uno concentraba su atención en las figuras que trazaban el humear de sus alimentos. La tostada, generosa en mantequilla y mermelada, iba acortando la distancia entre la mano del chico y su boca… y los cereales desaparecían con deleite entre los labios de María… Y una vez vacías las bocas, volvieron las palabras:
– «Tienes bigote, Carlos…», chinchó María, observando el ribete que el cola cao había dejado en el borde del labio superior de su hermano. Este, sin entrar en el comentario, recordando el gran pastel de su trece cumpleaños, se acercó al frigorífico y rescató del olvido lo que quedaba:
– «Estaba bueno, tengo hambre… ¿Tú quieres…?». Con desdén, comentó la incipiente mujer, que apuntaba tras el camisón una serena belleza:
– «Eso, tiene mucha grasa… engorda mucho… ¡tanto chocolate!». Y el crió contraatacó:
– «Tu te lo pierdes… yo no tengo que gustar a nadie…», sonrió con picardía.
– «Te toca quitar y lavar… Y no lo pongas todo perdido: es una cocina no una piscina…». María sacó a pasear la autoridad de ser la mayor. Carlos, que tenía un corazón más grande, y por supuesto más dulce, que el bote de cola cao, comenzó con parsimonia su tarea, arremangándose el pijama y el batín, refrendando con un mohín su esfuerzo. Su pensamiento se fue hacia su madre… y alivió su tarea. Al final, todo quedó en un aparente orden, pendiente de revista.
– «María, ¿tú crees que mamá puede contaminarse con el corona virus?». La voz era contenida… apagada.
Las doce, ya largas, del día entraban por las ventanas, marcando una claridad que invitaba a salir del propio cuarto y adentrarse en el salón, buscando no solo los rayos de sol, que invaden con más calor desde la terraza, sino también la calidez del diálogo. Cuando María se levantaba para salir de su cuarto, de nuevo vibró su móvil con el tono característico del whatsaap. Deslizó su curiosidad, como un impulso mecánico, sobre la pantalla táctil. Arqueó sus ojos, como un sospechoso interrogante. Apareció otro wasthaap y el mismo desconocido remitente, con un insistente mensaje:
Te quiero, muchisssimo
El anónimo visitante de la mañana, se le colaba a medio día en el recinto cada vez más amurallado de su cuarto… y su corazón. María lo conservaba todo en la intimidad, en un archivo virtual y encriptado de declaraciones de amor: allí donde colgamos los sueños y escondemos los primeros sufrimientos, casi siempre con un impetuoso: ¡te quiero!; o un expectante: ¿me quieres?
Salió de su cuarto y encontró a su hermano, retrepado a sus anchas en el sofá… jugueteaba con su tablet. Y comenzó una conversación con abundancia de frases sueltas y de monosílabos inexpresivos, como suelen ser los diálogos entre hermanos.
– «Papa no quiere que estés todo el día jugando con la tablet…». El chico, respondió sin mirar:
– «Llevo un ratillo… he estado haciendo los deberes de 10 a 12». Ella, puntualizó:
– «Son las 12 y cinco minutos… ¡qué bien guardas los tiempos!». Y él sentencia:
– «Sabes que me gustan las matemáticas… y los matemáticos tenemos que ser exactos hasta en el tiempo…». La hermana admiraba la despierta inteligencia de su hermano menor; presumía de ella en el colegio… Se acercó hasta él y le dio un beso de sorpresa…
– «Sabes que no me gustan los besos…», dijo a media boca… Y María remachó:
– «Pues a mí sí… y ya te gustarán… Lo peor de la vida es que no haya quien te bese…». Y prosiguió, desarrollando un tratado sobre el beso en un imaginario trabajo de los deberes on line del colegio:
– «El beso te dice que alguien existe junto a ti, que no estás solo, que te quiere… Incluso si está lejos, se despide con un beso, aunque sea virtual… ¿Has visto cuantos emoticonos de besos hay en el móvil?… ¡Nadie puede besarse a sí mismo! Intenta darte tú mismo un beso…se te rompen los labios». La inclinación de María por las letras quedó patente. Ella quería estudiar traducción e interpretación, disfrutaba leyendo, amaba los idiomas, le apasionaba viajar… Y para colmo, ahora, andaba algo enamorada, con besos virtuales y algún beso furtivo… Carlos, volvió a una conversación más racional. De golpe, como si se tratara de una ecuación, preguntó:
– «María, ¿tú crees que mamá puede contaminarse con el corona virus?». La voz era contenida… apagada. La hermana respondió:
– «Sí, ella y todos… todos estamos expuestos, aun sin salir de casa… Todos, todos…», dijo con el deseo de aminorar las probabilidad del contagio de la madre alargando la posibilidad del peligro de todos. Sin darse cuenta había entrado en el campo de las matemáticas de su hermano. Pero su semblante se apagó. Carlos insistió:
– «Sí, todos… pero ella más… ella trabaja con enfermos, está en el hospital… aunque hay muchas medidas de seguridad… pero dice la tele que las cosas, a veces, no funcionan…». Entornó la viveza de sus ojos, disimulando un brillar sospechoso de lágrimas. La hermana, con instinto maternal, se sentó a los pies del hermano, cogiéndolos en su regazo:
– «Sí, Carlos, el riesgo está en ella más que en ninguno… y su gran preocupación siempre somos nosotros… que pueda contaminarnos a los de casa… Pero yo sé que ella toma todas las medidas… Se ha hecho un test y ha salido negativo… Mamá siempre ha hecho las cosas bien…», sentenció con orgullo. Y el matemático desvió la atención sobre otros temas, para evitar que el brillar de sus ojos terminara en lluvia:
– «María, ¿tú crees que terminaremos el curso?… después de tanto esfuerzo… Yo lo tengo más fácil, es simplemente pasar de tercero a cuarto… y eso ¡está chupado!.. Pero tú… ¿Habrá selectividad?, ¿te preocupa…?». La hermana, apretó los pies del hermano, bien sabedora que el deseo de apretar su cara con un beso era una tarea de titanes…
– «Creo que sí… algo inventarán… no puede paralizarse todo para siempre… Todo comenzará a moverse… Para que tú pases a cuarto, es necesario que yo pase a la Universidad… Si no, no cabemos… Todo tendrá solución». El hermano apreció en su hermana la inteligencia práctica de su padre, que siempre encontraba una solución sencilla cuando el planteaba un problema.
Se concentraron en el capítulo de la serie de moda. Un solo capítulo cada día, era la ración acordada entre todos. Se llegó hasta las dos de mediodía, hora que convocó, con precisión matemática, a los dos hermanos ante la comida. Dispusieron los platos y los cubiertos, sacaron las servilletas, abrazadas por el aro de su nombre, recuerdo de su primera comunión. María calentó en el microondas unas albóndigas apetitosas… Carlos aportaba su parte, sacando del frigorífico un tape con ensaladilla rusa…
– «Agua fría sola, no, Carlos… mezcla…». Obedeció el hermano, mientras María atendía el móvil:
– «Sí, papa…. sí… las albóndigas… la ensaladilla… Ahora estamos comiendo, casi terminando…», mintió con devoción. Carlos cogió el móvil…
– «Papá, la ensaladilla te ha salido de rechupete, me voy a hinchar… Un beso… Sí, he hecho los deberes… voy a leer esta tarde… Adiós, un beso…». La hermana dio el último parte de novedades:
– «Muy bien… sí hemos hablado con el abuelo. También ha llamado tita… Y he chateado con los amigos un rato… Y Carlos también… -la complicidad diluye la culpa-. Os echamos de menos… Os aguardamos, queremos cenar con vosotros… No… No es tarde… queremos cenar con vosotros… os esperamos». En el móvil vibró el sonido de un beso.
La tarde languideció entre los deberes, el descanso, una insistente merienda, justificada por la tardanza de la cena… y un rato de televisión y juegos. A la caída de la tarde, María notó de nuevo la vibración del móvil. La dejó estar, algo agobiada con la insistencia de las amigas, que no soportaban tan bien como ella el abrazo de la soledad y el silencio. Pero, se le disparó la curiosidad: «¿Será otra vez, él?»… Sin querer había identificado el número anónimo con el género masculino. Tocó la pantalla, entró en la aplicación: muchos contactos y el mismo anónimo:
Te quiero, tú sabes que te quiero… ¿Me quieres?
Quedó algo más inquieta. La demanda de respuesta a un desconocido le dejaba aturdida y le traía a la memoria las recomendaciones de su padre: «ojo con el móvil y los desconocidos…».
Primero llegó a casa el padre. El sonido de las llaves en la puerta, levantó como un resorte a Carlos, que dejó la tablet con el juego abierto y se lanzó hacia su padre:
– «¡Papá…!». Nunca una palabra contuvo un discurso más amplio. Con inusitado fervor… le beso dos veces… El padre le retuvo en sus brazos y aminoró la emoción:
– «Tienes hambre, pillín…. Pero hasta que no venga tu madre… abstinencia…». El padre aguardó con su mirada la llegada de su hija: la abrazó… dejándose besar egoístamente.
«Papa: ¿se puede ser feliz con miedo?». El padre, apretó con un beso la frente de su hija:
– «Sí, María, se puede ser feliz con miedo… si hay amor… porque «el amor expulsa el miedo».
Los hijos se retreparon en el sofá, aguardando la presencia del padre. La distancia entre el cuarto de baño y el salón les pareció eterna. Iniciaron una tertulia amable sobre el día. Se pasó revista a los deberes, a la comida, a la lectura… Después los tres se centraron momentáneamente en el televisor… El padre tomó el mando y buscó las noticias: se repetían unas cifras y curvas inexplicables y confusas: contaminados, muertos, recuperados…. Cambió a otra cadena y las mismas cifras, la idénticas curvas… y otra, y otra… Se sentía como un obligado invitado a una competición, sin derecho a intervenir. Carlos, algo desasosegado, se levantó, excusándose:
– «Voy a preparar la mesa… para cuando venga mamá…». Padre e hija se miraron cómplices: ambos sabían que Carlos no podía ver sufrir a nadie… para él, aquellos números, aquellas curvas no eran frías matemáticas, eran personas… y algunas de ellas, enfermos de su madre. La complicidad entre padre e hija cristalizó en confidencia:
– «Hemos hablado de mamá… Carlos… bueno, y también yo… estamos preocupados por mamá… ¿tú crees que hay mucho riesgo…». La voz baja se hizo confidencia en la garganta ronca del padre:
-«Si, María, hay riesgo… para todos y para ella, más. Pero es no solo su trabajo, es su vocación». Y continuó el padre, apretando sobre su pecho a la hija: «Es lo que me enamoró de tu madre… su personalidad, su vocación firme en ser médico, su mirar siempre al otro antes que a sí misma… su serena forma de amar, sin estridencias, con la belleza de la fidelidad y el cariño… Por eso sigo enamorado… Por eso estáis vosotros aquí… por eso somos un familia feliz… con miedo ahora, pero feliz…». La hija preguntó con voz entrecortada:
– «Papa: ¿se puede ser feliz con miedo?». El padre, apretó con un beso la frente de su hija:
– «Sí, María, se puede ser feliz con miedo… si hay amor… porque «el amor expulsa el miedo». Así lo oí un domingo en la misa… Creo que es una cita del evangelio de san Juan… Aquel día me sorprendió el pensamiento, hoy sé que en estos momentos tan duros, junto al saber de la medicina, la mejor mascarilla contra el miedo es el amor… Por eso, mamá está bien protegida…». La hija miró con orgullo a su padre. Y se adentró en la confidencia:
– «Papá… he recibido varios whatsaap de un número desconocido… Creo que es una broma… Por qué no lo marcas, a ver si está en tus contactos… ». Dictó los números con parsimonia. El padre obediente marcó y sonrió:
– «¡Qué despiste mío, María… Es el número nuevo de tu madre: se lo han dado en el hospital para la guardia, que le sirve para la comunicación interna… Me lo dio está mañana para que te lo diera… se me pasó… ¿Quería algo…? ¿Le has respondido…? Yo hablé con ella cuando salió de la guardia… estará al llegar…». María se sonrojó… acudiendo también a la cocina… La mesa estaba ya preparada… Y pensó que no cambiaría por nadie aquel contacto.
Las llaves en la puerta resonaron como un pregón… Carlos acudió el primero… La madre insistió:
– «De besos, nada… hasta que no me duche y me cambie… Preparadlo todo… ha sido un día duro… pero nos han llenado de alegría las altas… van aumentando, y tan solo un muerto… ya muy mayor». Carlos prefería las noticias escuetas de su madre, eludiendo las matemáticas. A ella, se lo permitía.
La familia, congregada en la mesa de la cocina, aguardaba a la madre. Se presentó engullida en la bata, el pelo recogido en una toalla… Con coquetería se excuso:
– «Estaré horrible… pero no hay para más». Sonrió, dejándose besar por todos… recibiendo dos de un Carlos, inexplicablemente besucón… Le dijo, con satisfacción y orgullo:
– «Carlos, ¿a qué viene tanto beso…?». El adolescente se sonrojo, delatando su espionaje.
– «Mamá, he oído a papá decir que «el amor expulsa el miedo»… y yo tengo miedo… y por eso te quiero más…». La madre le removió su largo pelo negro y le acercó:
– «Pues… toma ración doble de besos». Miró, orgullosa, a su esposo… apretando la mano de su hija.
Como una cantinela se dijeron: «el amor expulsa el miedo». María decidió colgarlo en el estado de su whatsaap… Carlos se adentró en su cuarto, no sin realizar antes una proeza: depositó un beso en la mejilla de su hermana, que se estiró con orgullo y una sonrisa de complicidad…
La cena se alargó con una breve tertulia familiar en el salón. Luego, los hijos se levantaron, reiterando los besos a sus padres y dejando a los esposos en una cómplice compañía. Como una cantinela se dijeron: «el amor expulsa el miedo». María decidió colgarlo en el estado de su whatsaap… Carlos se adentró en su cuarto, no sin realizar antes una proeza: depositó un beso en la mejilla de su hermana, que se estiró con orgullo y una sonrisa de complicidad…
María se asomó a la ventana de su cuarto para contemplar la noche desnuda propia de los atardeceres fríos del otoño. Las estrellas se insinuaban en la nueva noche con tímida humildad: nunca son protagonistas, adoran la luna y se contentan simplemente con que las contemos, sabiendo que su fidelidad la traicionaremos la noche siguiente mirando a otras.
Cuando el miedo a la noche parece desnudarnos, mirar al cielo es la guía segura que nos lleva hasta el calor del amor del hogar.
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