Freya sonreía a cada persona con la que se cruzaba. Era un hábito que, desde pequeña, su madre le había inculcado, pues consideraba que el mundo es un gran cuarto a oscuras en el que las sonrisas prenden pequeñas luces. Por desgracia su madre había muerto hacía varios años. Desde entonces, Freya mantenía aquel legado, pues había hecho de la sonrisa en su rasgo más característico. Pero no le había resultado fácil, ya que en su familia parecía que el amor se había desvanecido a partir de la ausencia de su madre.
¡Cuánto le entristecía a Freya que los hombres y mujeres del planeta no valoraran el milagro de la vida!
Un día decidió que había llegado el momento de encender nuevas luces. De hecho, comenzó a viajar por los cinco continentes, iluminando cada lugar que visitaba. No fue tarea fácil; varias veces se planteó rendirse, pues los habitantes del mundo se habían olvidado de sonreír. Los rostros con los que se cruzaba estaban tristes, hoscos incluso, y mostraban expresiones de abatimiento y monotonía que transmitían frío. ¡Cuánto le entristecía a Freya que los hombres y mujeres del planeta no valoraran el milagro de la vida!
Eran jóvenes y mayores, que estaban cerca o lejos a la muerte, que tenían o no tenían trabajo… Vivían sin darse cuenta de que la vida es un regalo. Ella se repetía una cita que aprendió en el colegio, aquella que lanzó Calderón de la Barca en su famosa obra de teatro “La Vida es Sueño”: <<¿Qué es la vida? >>, se pregunta Segismundo, <<Un frenesí>>. Un frenesí que más vale pasarlo con alegría y no con amargura.
Freya continuó su labor hasta que, con los años, emprendió el mismo viaje que su madre. Para entonces, había dejado miles de luces encendidas en el gran cuarto a oscuras.
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