Con temor y temblor, después de un largo tiempo de confinamiento, hemos vuelto a empujar las puertas para recuperar la libertad de salir de casa. No estamos seguros de que sea el final o simplemente una tregua. Francisco, con su capacidad periodística de dar titulares, nos ha dejado un lema para la post pandemia: «toda crisis es un peligro pero también una oportunidad de conversión».
Todos hemos aprendido por sorpresa una palabra: «desescalada», que no existe en el Diccionario. Al verbo «escalar», cuya acción hemos ejecutado «subiendo» las escaleras de casa, le hemos asignado un contrario: «desescalar»; hasta ahora simplemente ejecutábamos esta acción «bajando» las escaleras. No se trata solo de una cuestión lingüística, el buen uso de las palabras puede cargar de eficacia nuestras acciones. ¿Qué nos dice el Diccionario sobre el verbo «escalar»? Dos significados. Un significado físico: escalar es «subir, trepar por una gran pendiente o a una gran altura». Un segundo significado figurado: escalar es «subir, no siempre por buenas artes, a elevadas dignidades».
Podemos, también, recrear estos dos significados en el verbo «desescalar». Un significado físico: desescalar es «bajar por una gran pendiente, descender de una gran altura». Y otro, figurado: desescalar es «bajar, por buenas artes, por conversión del corazón, desde la altura del orgullo de mi saber hasta la llanura del deseo humilde de aprender». Los montañeros expertos aseveran que es más costoso subir que bajar y advierten que es más peligrosa la bajada que la subida: ¡podemos despeñarnos! Comenzamos a bajar hacia la «nueva normalidad» y conviene que ahondemos en las claves de una «desescalada provechosa», en el significado figurado del término: bajar con pobreza y humildad, características del discípulo que desea aprender lo esencial y beber en la novedad del Evangelio.
Te ofrezco un test, en 10 preguntas, para evaluar lo que hemos aprendido.
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El insólito sonido del silencio.
Todos estamos intoxicados de palabras vacías: la comunicación se disfraza de emoticonos inexpresivos… En estos momentos de aislamiento hemos notado el silencio como un aliento amable pero pronto se ha convertido, quizás, en un acompañante molesto que llega a asustar. El silencio no es solo carencia de comunicación; el silencio se oye, se gusta y puede, incluso, fortalecer presencias. El amor, profundo y fiel, se comunica también en la ausencia de las palabras.
El Libro de los Proverbios nos deja sabias sentencias sobre el valor del silencio: «Aun el necio, cuando calla, es tenido por sabio y cuando cierra los labios por prudente» (Prov 17,28). Unir el silencio con la virtud de la prudencia es una enseñanza muy útil. Quizás el exceso de verborrea haya ocasionado que algunos pequemos de imprudentes. En el Evangelio hay escenas dramáticas, donde el silencio se convierte en respuesta: cuando Jesús es llevado ante Herodes o ante Pilatos, ante la provocación de las preguntas, Jesús responde con la sabiduría del silencio (cf. Lc 23,8-8-10; Mt 27, 11-14). El silencio es la tierra mullida en la que se siembran las buenas palabras.
► ¿He aprendido a cohabitar con el silencio, sin tenerle miedo?
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El agridulce sabor de la soledad.
El confinamiento nos ha apretado en cuatro paredes… Estábamos solos, o acompañados por una familia que intuía el futuro con cierta desesperanza y revestía las presencias de dolor. La soledad impuesta es como un virus que mata el alma, el cáncer moderno que como una pandemia se expande sin estadísticas de muerte. Pero también la soledad puede convertirse en secreta compañía. Es la «soledad sonora» de la que hablan los místicos: descubrir que hay Alguien que me custodia y me defiende.
La Biblia, en la aparente soledad de muchos, canta como una epopeya la secreta presencia de Dios como un padre, un esposo, un amigo… Isaías, consolando a su pueblo, pone en boca de Dios estas palabras: «No temas, porque yo estoy contigo; no te angusties, porque yo soy tu Dios. Te fortalezco, te auxilio, sí, te sostengo con mi diestra victoriosas» (Is 41,10). Como Jacob, después de una dura lucha contra un ser misterioso, podemos exclamar: «Dios estaba aquí y yo no lo sabía» (Gén 28,16). En la soledad de Getsemaní, Jesús ora a su Padre, que parece esconderse: «Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Mt 26, 39).
► ¿He aprendido a convivir en soledad y descubrir la secreta presencia de Dios Padre?
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El deseo compulsivo de la comunicación.
Aislados, confinados en la invisibilidad, queremos hacernos notar: sueño convertirme en viral con el último invento de una creatividad de lo extraordinario, que desdeña la belleza de la sencillez de cada día. Los medios virtuales dan la posibilidad de multiplicar las palabras vanas, remitir los mensajes prestados. Surge la competencia de las estadísticas de seguidores, y la cantidad desdeña la calidad. Cuando la palabra se gesta simplemente en la boca se desborda en una palabrería incontenible… que suele generar enfrentamientos. Por el contrario, si la palabra fluye de la contemplación interior puede convertirse en puente amable de comunicación, cuyos profundos pilares no se ven: la reflexión serena del corazón es el cimiento del diálogo creativo.
Dice el libro de los Proverbios: «la palabra oportuna resulta agradable» (Prov 15,23). Un refrán popular: «por sus frutos los conoceréis», está arrancado del Evangelio: «Plantad un árbol bueno y el fruto será bueno; plantad un árbol malo y el fruto será malo; porque el árbol se conoce por su fruto. Raza de víboras, ¿cómo podéis decir cosas buenas si sois malos? Porque de lo que rebosa el corazón habla la boca». (Mt 12,33-35). La comunicación constructiva se fragua en el interior.
► ¿He aprendido a callar con humildad y hablar con sabia prudencia?
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La intoxicación de la noticia y el solemne paseo de la mentira.
Han bailado las cifras de los contaminados, de las muertes y de las altas. Tras un descanso de cortesía, han vuelto las rencillas de las ideas y los intereses partidistas… las fake news se apoderan de los whatsaap. Se miente sin rubor, queriendo implicar a la iglesia a mi exclusiva opción política. El ansia de información ahoga y la mentira nos doblega sin conciencia de pecado. Nos ha enfado el oscurecimiento de la verdad y hemos acudido a la cita evangélica como un deseo: «la verdad nos hará libres» (Jn 8,32).
Los libros sapienciales de la Biblia están empedrados de citas alabando la verdad. El Salmo 15 promete habitar en la casa del Señor a quien «no calumnia con su lengua ni difama al vecino» y el Libro de los Proverbios, recomienda: «Aparta de ti la perversidad de la boca, y aleja de ti la iniquidad de los labios» (4,24). Jesús, apela al día del juicio: «En verdad os digo que el hombre dará cuenta en el día del juicio de cualquier palabra inconsiderada que haya dicho. Porque por tus palabras será declarado justo o por tus palabras serás condenado» (Mt 12, 36-37). El mismo Jesús, sentencia ante los bulos sobre su persona: «No juzguéis según las apariencias» (Jn 7,24).
► ¿He aprendido a contrastar la información y aportar una opinión constructiva?
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El agotamiento de la imagen virtual.
Las pantallas del móvil, la tablet, el ordenador o la TV, han engullido nuestros ojos, provocando lágrimas de cansancio. Sí, «una imagen vale más que mil palabras», pero su multiplicación nos ha llegado a agotar. Hemos sido citados a una tertulia, a una sesión de trabajo, incluso a misa o una oración virtuales, escondiendo nuestra figura solo vestida de cintura para arriba. Nos ha gustado compartir imágenes y corremos el riesgo de convertirnos en pregoneros de la superficialidad remitida por Internet, enganchándonos a la comodidad on line y su juego de máscaras.
Jesús, antes de su Pasión, abre su corazón a los discípulos y les dice: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer…» (Lc 22,15). El Maestro reclama la presencia de los amigos antes de morir. Y les deja como regalo su imagen oculta en el signo de partir el Pan: «tomad y comed este es mi cuerpo» (Lc 26,26). Después de la muerte, la ausencia de la imagen del Maestro provocará la desbandada, como la de los discípulos de Emaús, que huían «tristes y cabizbajos…» (Lc 24,17). Pero un gesto y una imagen, más allá de las apariencias, les abrió los ojos de la fe para descubrir el rostro del Resucitado: después de descubrir la presencia del Señor en la Palabra explicada y el Pan compartido, pudieron hacer el camino de vuelta y contagiar de esperanza a la comunidad. Sí, el amor, reclama la presencia real de la imagen, el abrazo y el beso.
► ¿He aprendido a mirar con ojos de fe y esperanza, más allá de las apariencias?
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El apetito desbocado de los sentidos.
El gusto, el tacto, el olfato y la vista, reclaman un quinto sentido: el sentido común. Este tiempo de confinamiento ha podido sacar lo mejor de nosotros y lo hemos colgado en las redes. Pero su prolongación también puede abrir la compuerta de lo más oscuro de cada uno: los sentidos se desbocan en consumo fácil que oscurece la necesidad de la moderación, el reciclaje y cuidado de la madre tierra. Se desatan los pecados capitales, como vicios: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza. Pero a los vicios se contraponen las virtudes: contra soberbia, humildad; contra avaricia, generosidad; contra lujuria, castidad; contra ira, paciencia; contra gula, templanza; contra envidia, caridad; contra pereza, diligencia. El cultivo de la virtud, con voluntad, pone bridas a los instintos y orienta el buen uso de los sentidos.
Jesús advierte a sus discípulos: «Entrad por la puerta estrecha. Porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos entran por ellos. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida!» (Mt 7,13-14). La «puerta estrecha» es la propia disciplina, la negación creativa y el esfuerzo. Se nos dice: «La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, tu cuerpo entero estará sano… Nadie puede servir a dos señores… » (Mt 6,21-24). La limpieza de corazón tiene mucho que ver con la pulcritud de los sentidos. Y esto requiere esfuerzo, ejercitar la virtud. No es posible la ambigüedad: encender una vela a Dios y otra al diablo….
► ¿He aprendido que el ejercicio de la virtud requiere la fuerza de la voluntad?
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La «ego panorámico» ante el espejo.
Cada mañana hemos reflejado nuestros rostros en la verdad del espejo. El efecto Blancanieves nos asalta y mirando hacia fuera, decimos: «dime espejito mágico…». El reflejo de la pantalla y sus mutaciones han construido un nuevo ídolo: «la apariencia de la propia imagen». Y todo ídolo reclama sus profetas y sus templos: son los comunicadores mediáticos y las tertulias televisivas, ansiosos de trending topyc. Pero el excesivo cultivo de la propia imagen provoca una pose de apariencia, henchida de superficialidad, que termina dejándonos insatisfechos. El propio ego es un ídolo sutil.
San Juan advierte: «Hijos, guardaos de los ídolos» (1Jn 5,21). En un hermosos diálogo, Jesús reclama de Nicodemo, su discípulo clandestino, que vuelva a nacer de nuevo: «En verdad te digo que el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios» (Jn 3,3). Sorprendido, aquel sabio doctor pregunta: «¿acaso puede uno entrar por segunda vez en el vientre de su madre y nacer?». Jesús, con sencillez, le explica: «lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu es espíritu». La mirada enfermiza de la propia imagen se queda en la apariencia de la carne y se refleja en los juegos del espejo. La belleza de la propia imagen solo es evaluable con la contemplación silenciosa del interior del corazón.
► ¿He aprendido a ponerme ante el espejo y contemplar «el estado de mi espíritu»?
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Las ausencias culpables.
Todos hemos gastado los datos indefinidos del móvil, agotando las llamadas a tantos amigos relegados. Hemos querido atraer por la urgencia de las redes a familiares y amigos lejanos y olvidados: ausencias culpables que hemos citado para futuros encuentros. ¿Nos faltarán días para tantas cenas apalabradas? Nuestra vida tiene una agenda oculta de ausencias desvanecidas: aunque a veces no haya motivos patentes, se oscurece una amistad, se debilita un vínculo… ¿Culpable? A lo mejor, simplemente la desidia.
Jesús, después de haber dado de comer a miles, multiplicando los panes y los peces, comienza a hablar a sus discípulos de otro alimento, del Pan de la vida: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día…» (Jn 6,54). Los mismos que le habían aclamado después de llenar el estómago, ahora le critican: «este modo de hablar es duro… Muchos discípulos se echaron atrás y no volvieron a ir con él» (Jn 6,60.66). La amistad se desvanece, sin enfrentamientos, simplemente por incomprensión. El pasaje termina con una queja amorosa del Maestro a los Doce más íntimos: «¿También vosotros queréis marcharos?». Pedro responde: «Señor, ¿a dónde iremos…? Sólo tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68). La amistad necesita el trato. La amistad con Jesús se cultiva en la oración, que santa Teresa definía así: «tratar de amistad, a solas, con quien sabemos que nos ama».
► ¿He aprendido a valorar la amistad y fortalecer con la oración mi relación con Jesús?
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La lectura vivificante.
Hemos ordenado la vieja biblioteca. Hemos puesto de pie los libros inclinados, restituyéndolos a su dignidad. Hemos desempolvado viejas lecturas y con rubor hemos abierto viejos cuentos. Quizás hemos encontrado anotaciones antiguas, estampas de primera comunión y viejas fotos… La memoria nos ha hecho valorar más lo que hemos heredado, lo recibido por tradición, purificando el ansia de novedad. Nos hemos reconciliado con la lectura sosegada. Al disponer de más tiempo, hemos vuelto a la lectura serena de la Palabra de Dios: el Evangelio de cada día, un libro de espiritualidad olvidado, una sencilla homilía del Papa.
El Apocalipsis, introduce su relato con una bienaventuranza: «Bienaventurado el que lee, y los que escuchan las palabras de esta profecía, y guardan lo que en ella está escrito, porque el tiempo está cerca» (Ap. 1,3). La lectura asidua de la Palabra de Dios puede convertirnos en bienaventurados, estrechando los lazos virtuales de la comunidad, como ocurrió en los primeros tiempos, «asiduos en la lectura de la Palabra» (cf. Hch 2,42-47). Jesús, aparece con frecuencia entrando en una sinagoga y ofreciéndose para la lectura de la Palabra: «Llegó a Nazaret, donde se había criado, y según su costumbre, entró en la sinagoga el día de reposo, y se levantó a leer» (Lc 4,16). La lectura de la Palabra de Dios nos enraíza en la mejor Tradición y calma la sed compulsiva de novedades.
► ¿He aprendido a saborear la Palabra de Dios, dominando el esnobismo devocional?
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El amor reclama la presencia.
Nuestra vida está acompañada de amores callados con los que convivimos con tal naturalidad que, a veces, no los saboreamos: esposos, padres e hijos, abuelos y nietos… La riqueza de la familia sin guerras de género: una lista de amores, difuminados tal vez por la rutina y que ahora reclamamos más vivos. La ausencia involuntaria de la Eucaristía, «amor de los amores», aunque aliviada con la presencia virtual en la Misa y la comunión espiritual, nos ha ayudado, como a los mártires de Abitinia, a «añorar el domingo». La muerte de algún ser querido se alivió con la esperanza de la Resurrección, sostenida por la fe de la familia, iglesia doméstica.
Los discursos de la despedida del Evangelio de Juan (cp. 14-17), son una declaración de amistad de Jesús por sus discípulos. En la Última Cena, el Maestro se da como alimento en la Eucaristía y se inclina en el lavatorio de los pies, como gesto de servicio fraterno. Unirá sus dos amores en un solo mandamiento, e invocando al Padre dirá: «Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos…» (Jn 15,12). No separemos Eucaristía y Caridad porque brotan de una única fuente: el amor de Cristo.
► ¿He aprendido, en la ausencia, a valorar la Eucaristía y urgir la caridad fraterna?
Una nueva travesía del desierto
Recitemos, cada noche, como un Salmo, este pensamiento de san Agustín: «si no quieres sufrir, no ames. Pero si no amas ¿para qué quieres vivir?». Esta pandemia puede convertirse en una cita secreta con el amor: con el amor perdido u olvidado, con el amor deseado y reencontrado. En la desescalada, recordemos la sabia receta de este santo: «No llegar tarde al amor».
El pueblo de Israel, a pesar de sus continuas traiciones al plan de Dios, siempre experimentó su providencia. El desierto es un tiempo de prueba; no es solo un castigo ni tampoco el lugar en el que aparece el milagro de una ayuda en forma de maná, es también un periodo de educación, en el que el ser humano es llamado a discernir, captar y decidir (cf. Dt 8,2-5) precisamente a partir del hambre. Aquello que aparece como negativo se convierte en ocasión de un descubrimiento respeto a la vida y respecto a Dios: esto es, el hombre no vive solamente de pan, sino que el hombre vive de toda palabra que sale de la boca del Señor (cf. Dt 8,3; Mt 4,4). La crisis vivida nos adentra en una nueva travesía del desierto. Ojalá aprendamos a discernir, captar y decidir la novedad que Dios nos pide en este momento.
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