Aunque el argumento de la película ‘El diablo se viste de Prada’ protagonizada por Meryl Streep no tiene que ver de manera estricta con lo que quisiera plantear en estas líneas, no es menos cierto que la sonoridad de su título se ha quedado en nuestro vocabulario, a modo de nuevo refrán que hace referencia al hecho de que la maldad puede esconderse tras una aparencia bella o glamurosa. De alguna manera, todos tenemos la experiencia de habernos encontrado con esta realidad que hemos descrito tantas veces con la expresión “no es oro todo lo que reluce” o alguna similar.
Pero, como digo, no es exactamente a lo que me quiero referir. Y ustedes dirán, con razón: ¿Qué pinta un pollo asado en todo esto? Pues sencillamente que la tentación de caer en nuestros defectos más habituales, la ocasión de cometer un error, enzarzarse en una discusión estéril o crear un momento de absurda contrariedad en la vida familiar está agazapada en cualquier lugar.
Se lo digo yo por experiencia, compartida como es natural con mi mujer. Dejemos sentado por delante que a ambos nos encanta el pollo asado. Para mí es un manjar superior incluso a elaboraciones y materias primas consideradas dignas de gourmets y de ser espolvoreadas por micras sobre la creación de un chef de renombre debido a su alto precio. Mi mujer lo disfruta tanto o más que yo. Y de ahí el problema.
No. No se trata de quién se queda con el muslo o la pechuga, sino en cómo se elabora. “¿Ha dicho asado? Pues en el horno, hasta que se haga”. Una respuesta tan aparentemente evidente (aunque en absoluto lo sea) derivó el otro día en un desencuentro absurdo, que por supuesto no llegó a mayores, pero que nos permite abordar, ahora sí, la cuestión mollar que traigo en mente desde entonces.
Probablemente los efectos del confinamiento han aumentado las posibilidades de que este tipo de episodios sucedan, pero creo que también “en tiempos de paz” puede suceder que el diablo -las incomprensiones, los malentendidos, las interpretaciones, las perezas…- esté al acecho en un pollo asado, la forma en que doblas los calzoncillos o en un comentario insustancial que es mal recibido por un tercero.
Pero más vale prevenir que curar, porque ya sea por un pollo asado o cualquier otra nimiedad, se puede desatar un incendio cuyas consecuencias no se corresponden con la minucia de la chispa que prendió la llama.
No quisiera dar a entender la idea de que en la vida marital hay que estar con cien mil ojos como un marine en la selva tropical vietnamita, siempre alerta, en tensión, a la espera de la emboscada. De hecho, sería un grave error convertir nuestra vida en una permanente situación de emboscada.
Pero más vale prevenir que curar, porque ya sea por un pollo asado o cualquier otra nimiedad, se puede desatar un incendio cuyas consecuencias no se corresponden con la minucia de la chispa que prendió la llama.
Una de las vías que a mi entender son muy efectivas para atajar ese tipo de situaciones endiabladas es no permitir nunca jamás la más mínima falta de respeto. Porque en el caso de vernos sorprendidos por alguna de estas trampas cotidianas, hay que aplicar aquello de “ante todo mucha calma”. Y esto es imposible si el intercambio de pareceres sobre la situación está plagado de desplantes, malas palabras, gestos airados o cualquier forma de desprecio o desdén, por mínima que sea, hacia el otro.
Hay que desterrar siempre y en todo caso los insultos y toda clase de ofensas, así como dar por sentado lo que el otro siente, opina o ha pretendido. Habrán oído hablar de la utilidad de la asertividad en la comunicación para mejorar las relaciones personales. De acuerdo. Es un buen recurso. Pero no es suficiente.
Cuando las situaciones complicadas se abordan desde la premisa ineludible de que el otro tiene igual dignidad que yo y, por tanto, le debo el trato que desearía para mí, hay muchas más posibilidades de reconducir el enfado, la frustración, los sentimientos encontrados o las incomprensiones hacia el buen puerto de la reconciliación.
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