El monasterio suele ser un edificio amplio, con una iglesia excesiva, con corredores inmensos, varios claustros, jardines, fuentes y lugares recónditos: cocinas y bodegas. Por estos espacios, entre lo sagrado y lo terrenal, se mueve el monje con rapidez o parsimonia, dependiendo de la edad y del estado físico. Es muy común ver a un monje solo pero todos coinciden en los actos comunes de oración y recreo: rezos, comedor y trabajo…
El lugar privado y secreto para el monje es su celda. Suelen ser pequeñas y con los muebles justos y, sin embargo, puede ser el espacio de más libertad del monasterio. Estas cuatro paredes abrigan su intimidad. El monje sale y entra de su celda, porque continuamente tiene que entrar y salir de sí mismo, para coordinar su vida con la sabia regla benedictina: «ora et labora: reza y trabaja».
Nosotros, sin vocación de monjes, hemos estado confinados y hasta es posible que nos hayamos acostumbrado a un espacio reducido, compartiendo con un cierto orden los lugares comunes: cocina, comedor y distracción, terraza, cuarto de baño. Ahora, salimos con cara de susto a la calle, ocupando espacios comunes, contando el aforo. Seguramente, es posible que pronto olvidemos lo ocurrido, familiarizándonos con la mascarilla como si fuera simplemente un adorno para ocultar nuestra identidad y danzar en el carnaval de máscaras que es la vida.
En este mundo mediático, te invito a construir tu propia «celda virtual inmune», elevando cuatro paredes en el rincón de tu corazón, para no vivir en la intemperie de lo colectivo y anónimo, y afrontar la «nueva normalidad» con algo de novedad: el aprecio de lo íntimo, el buen manejo del tiempo, el gusto del silencio, el afecto a la soledad creativa y el encanto de lo humilde y sencillo.
Las cuatro paredes de la celda y su secreto vigilante
Las cuatro paredes de nuestra celda virtual, que nos protege, deben mirar a los cuatro puntos cardinales: cada una de ellas, oculta su misterio y tiene su secreto vigilante.
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La pared más amplia, que da al este, está custodiada por el «tiempo».
Por el este, misteriosamente, amanece la luz, custodiada por el tiempo. Al este, también le identificamos como oriente (del verbo oriri: «aparecer», «nacer»). Por el este, por oriente, «nace el sol», signo de la Resurrección del Señor, la buena noticia que alegra cada mañana la vida del monje y alumbra su celda. Pero no se puede detener su luz: detener la mañana no es posible y nos asaltará la noche. No dominamos el tiempo, sino que acomodamos la vida a los ritmos naturales de la noche y el día. El tiempo puede ser un buen aliado o bien nuestro peor enemigo: «No tengo tiempo» se ha convertido en la queja popular de un estilo de vida dominada por la neurosis y la angustia. Pensemos: ¿si consiguiéramos el día de 48 horas se apagarían estas inquietudes?
El tiempo puede ser un buen aliado o bien nuestro peor enemigo: «No tengo tiempo» se ha convertido en la queja popular de un estilo de vida dominada por la neurosis y la angustia.
Confinados, hemos podido vivir una amarga sensación: intuir que «se nos estaba escapando el tiempo». Ahora al salir, podemos caer en dos tentaciones: «idolatrar el tiempo», cayendo en un activismo, que nos agobia y genera la superficialidad de ir sobre las cosas, y lamentablemente sobre las personas, a uña de caballo. Esto, produce desasosiego y ansiedad, y rompe la serenidad interior. O bien «despreciar el tiempo» y vivir el disfrute de lo instantáneo y de lo que nos gusta, eludiendo la propia responsabilidad o la tarea: nos convertimos en guardines del propio sillón.
El monasterio nos enseña una tercera fórmula para vivir creativamente el tiempo, evocada con el término de «vigilar». Vigilar, significa ante todo velar, permanecer despiertos; esperar con amor a alguien, cuidar con todo empeño algo muy precioso, custodiar valores importantes que son delicados y frágiles. Vigilar nos hace estar atentos y perspicaces para gozar las buenas noticias que nos rodean: familia, amigos, comunidad de fe; y nos prepara a hacer frente a las emergencias.
Necesitamos aprender a velar y dominar el tiempo. Y vivirlo ante Dios. Los maestros de espiritualidad suelen darle mucha importancia a la oración de la mañana. Recomiendan comenzar el día, ordenando desde la mañana el ritmo de toda la jornada. El Salmo 5 hace un canto a la oración que abre y cierra el día: «¡Qué bueno es alabar al Señor y bendecir su nombre! Proclamar por la mañana su misericordia, su fidelidad cada noche».
► Edifica esta pared este, custodiando tu tiempo: 1º) Distribuye tu tiempo con sabiduría: tiempo para ti, tiempo para los demás, tiempo para Dios. 2º) No quieras hacerlo todo: sólo lo que puedes y debes… 3º) No te agobies por el futuro… tu preocupación no lo adelanta: tu tiempo está en las manos de Dios.
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La pared contraria, orientada al oeste, está amparada por la «soledad».
El oeste señala el declinar del día, símbolo de lo transitorio de la vida. Al anochecer el monje se recluye en la soledad de su celda. Al oeste, también llamamos «occidente o poniente…». Occidente viene de occidere («caer»): por el oeste, por occidente, se pone y «cae el sol».
La ausencia de la luz sume al monje en una extraña soledad: una «soledad fecunda» porque sabe que, aunque no lo ve, el sol le aguarda para darle la bienvenida en una nueva mañana, en la que su Señor y Salvador, «Sol que nace de lo alto», se mostrará de nuevo a sus ojos. La soledad del monje no es «una soledad impuesta» sino la «soledad sonora», descrita por la mejor mística, que facilita el diálogo con el Maestro. Es una soledad acompañada por una secreta presencia de Dios.
Nuestra sociedad occidental, parece «caer» en una larga noche de olvido de su identidad y su historia. Occidente, enroscado en sí mismo, se evita mirar al oriente, donde nace el Sol, la Palabra de Dios a cuyo cobijo florecieron innumerables monasterios, padres y gestores de la cultura que nos protege. Pero esta experiencia de soledad puede convertirse en un anuncio de esperanza, en un trampolín excepcional para dejar nuestra autosuficiencia y entrever la infinitud de Dios que se acerca a la finitud que nos reviste y nos ofrece la eternidad como destino final y deseado, que quiebra cualquier angustia.
Nuestra sociedad occidental, parece «caer» en una larga noche de olvido de su identidad y su historia.
► Edifica la pared oeste, amparado en la soledad sonora: 1º) No tengas pánico a quedarte solo y descubre una secreta presencia: Dios está a tus espaldas, no para vigilarte sino para custodiarte; 2º) Disfruta de la cultura occidental en la que has nacido: fundada en el mejor humanismo, construida por cultura de la belleza de los monasterios; 3º) Comparte con el calor de tu corazón la soledad del enfermo, de quien sufre la pérdida del ser querido, de quien no es amado…
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La pared norte permanece defendida por el «silencio».
El norte es la cara más fría del monasterio, arropada por la verdina y la umbría, es la más deseada en verano. Sobre esta pared suele descansar, en la celda del monje, una pequeña estantería de libros, envueltos en el silencio, el lenguaje callado que anima la vida monástica. Entre ellos, siempre se cuenta la Regla de san Benito, fundador de monasterios y padre de Europa.
La brújula, siempre mira al norte para orientar los pasos perdidos. Nuestra sociedad, parece que «ha perdido el norte» y cabalga desbocada a lomos del ruido, con alforjas de palabras vacías. El silencio señala secretamente el norte de «la búsqueda de sentido», invitando a la reflexión creativa. El silencio es lenguaje: no llega cuando la palabra se ha cansado de ser pronunciada o cuando no se sabe ya como continuar el discurso; al contrario, marca el comienzo de toda palabra verdadera. Sin el silencio, la palabra quedaría «huérfana», y sólo daría sitio al rumor, al bulo, al fake news… Pero sin la palabra, el silencio podría ser un simple sentimiento de vacío que nos ahogaría en la amargura, y podría traducirse en un arma sutil, en un «silencio hiriente».
El silencio señala secretamente el norte de «la búsqueda de sentido», invitando a la reflexión creativa. El silencio es lenguaje: no llega cuando la palabra se ha cansado de ser pronunciada o cuando no se sabe ya como continuar el discurso; al contrario, marca el comienzo de toda palabra verdadera.
En la pared norte, el silencio nos facilita la escucha de mi mismo y crea un clima apropiado en el que establecer un coloquio con Dios sobre la trama de mi vida y mis proyectos. Y en esta escucha, el monje, y quien construye su propia celda, percibe el lamento de la Humanidad que grita su angustia, su desvalimiento: «aunque alejado del mundo, el monje no es ajeno a su dolor».
Para todo creyente, la liturgia es el eje vertebrador de su vida y la savia que alimenta la comunidad. Y la liturgia reclama el silencio. El silencio meditativo es la respuesta a la proclamación de la Palabra: invita a reflexionar sobre lo que se ha oído y llevarlo a la oración, como la Virgen María, «que guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). Este silencio lleva a la adoración de una presencia que nos sobrecoge y ante la cual, simplemente callamos.
► Edifica esta pared norte, vigilando tu silencio: 1º) Piensa antes de pronunciar tus palabras: no caigas en la superficialidad del whatsaap, twitters… no te ocultes en el anonimato para insultar, difundir bulos o fake news…; 2º) Que tu silencio no sea un hiriente aislamiento sino un puente a una mejor comunicación, bajo este lema: «escucha es un arte»; 3º) Oye el silencio con agrado, sin miedo, gózalo y escucha lo que Dios te dice en lo secreto del corazón.
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La pared orientada al sur, tiene su fiel guardián es la «pobreza»
Al sur mira la cuarta pared de la celda. Suele ser la más cálida. El monje toca esta pared y la siente revestida de pobreza. La «hermana pobreza» franciscana es la belleza de quedar desnudo de lo superfluo para revestirnos de lo esencial. En esta pared, en una simple percha, el monje cuelga su hábito, lo poco que tiene y recuerda su herencia: la promesa de habitar siempre con Dios.
Ante esta pared, el monje purifica y enriquece su experiencia de fe. La fe es antes que nada un don que Dios nos da por el Espíritu y para acceder a él reclama en nosotros una actitud de profunda pobreza: pedimos lo que no tenemos. La fe es pura gracia, un regalo de Dios: no «tenemos» fe, ella nos posee. Jesús promete el Reino de Dios a aquellos que no ponen la razón de ser de su vida en sí mismos y en lo que tienen o pueden, sino que permanecen abiertos y disponibles para Dios y su llamada: «Ser pobre es depender radicalmente de Dios».
Vivir la pobreza evangélica nos ayuda a «reconocer y aceptar las propias limitaciones», a «eliminar la autosuficiencia», a «superar la desilusión, la acedía, la amargura y la desesperación». Los pobres de la Biblia son aquellos que han confiado radicalmente en Dios, no están desesperanzados, no están quemados, aunque caminen en el desierto. El verdaderamente pobre, «acoge a los otros como hermanos en su pobreza»: conoce lo débil de su corazón y de cualquier corazón humano. El pobre es realista pero no pesimista; el pobre se siente protegido por las manos fuertes del Padre. Así lo cantó María en el Magnificat.
► Edifica la pared sur, con la ayuda de la pobreza: 1º) Sé pobre y reconoce, acepta y supera la desilusión de no verte perfecto, y renueva las energías para caminar de nuevo hacia la madurez. 2º) Acoge a los hermanos en su pobreza: acepta las limitaciones de los otros, ayúdales a superarlas o en su caso sopórtalas con paciencia. 3º) Mirando a la Virgen: ella ha revestido de belleza la pobreza, al mostrarnos a su Hijo como su único tesoro, comparte con el que menos tiene.
¿Y no tiene techo la celda del monje?
Sí, la celda del monje tiene techo: las cuatro paredes sostienen un pesado techo que, a su vez, a veces, es el suelo firme de otra celda superior. Pero el monje tiene el don de poder convertirlo en un techo transparente y retráctil que permite contemplar la infinitud del cielo, el esplendor de las estrellas y la mirada vigilante de la luna; un techo que se inunda de luz con los primeros rayos del sol. Un techo que permite contemplar y ser contemplado.
En el clima de silencio y soledad, el monje eleva la mirada al «techo virtual» de su celda, deteniendo el tiempo, y fijando los ojos en Jesucristo: sin más gozo que el de mirarlo y saberse mirado por él a la manera de una madre que no espera nada del hijo pequeño a quien contempla mientras duerme y que, porque no espera nada de él, es capaz de darlo todo, de darse a sí mismo. Mirando a Jesús, se siente hermano de toda la humanidad, colaborando con Dios en la venida del Reino anunciado por su Hijo. Así, el monje, sin salir de su celda ni de las paredes del monasterio, se convierte en profeta del Reino: con su estilo de vida hace presente la promesa de esa «otra vida para siempre» que no sigue las reglas de este mundo.
Para cada uno de nosotros, también, el «techo virtual» de nuestra propia celda es la ventana que nos abre al Infinito: la contemplación y la oración es el vínculo que mantiene en pie las cuatro paredes y las recubre de calidez y belleza: cuando mantenemos esta mirada vertical a nuestro Padre del cielo, se afina la mirada horizontal a la familia humana que compartimos, fortaleciendo los muros de la fraternidad.
Nosotros, como el monje, estamos necesitados de una celda bien acabada. Solo quien vive protegido en su celda, sale de ella cabalgando alegre a lomos del amor creativo que recrea la vida familiar, la comunidad parroquial y los grupos de amigos.
Miramos a María: su propio vientre fue «la celda del Hijo de Dios» y el Magnificat es la Regla de su monasterio (cf. Lc 1,39-56).
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