He visto la serie «Muerte en Salisbury». No pretendo hacer una crítica televisiva. Los cuatros capítulos se pueden ver, aún de ritmo lento, mantiene la tensión en el espectador. Es una serie distinta, sobre todo por el tema que aborda: una amenaza de salud pública. En definitiva, merece la pena.
Igual que con la magnífica serie «Chernobyl», al terminar el último capítulo, te quedas en silencio, pensando, como suspenso en el aire. Uno se asombra no por lo que ocurrió, sino por lo que pudo haber ocurrido y que gracias a personas entregadas, veraces, sacrificadas, desafiando al cansancio y a la mediocridad, se nos revela tiempo después el mejor resultado posible: se salvaron vidas, muchas vidas.
Hechos reales
«Muerte en Salisbury» narra hechos reales acaecidos hace tan solo dos años. Más que el misterio y suspense que envuelve el ambiente de la serie, lo que ha despertado mi profunda admiración ha sido la sencillez y rotundidad con que la reconciliación familiar y comunitaria triunfan.
Que se haya escrito una serie por la muerte injusta de una persona, Dawn Sturges, una sola persona, merece más que aplausos. Una víctima inocente, fruto de un ataque biológico – terrorista, murió envenenada. ¿Recuerda lo del espía ruso y su hija hallados casi muertos en un parque de una ciudad inglesa? Pues ese mismo gas nervioso acabó fortuitamente en manos de Dawn y su novio y poco más se supo del caso. De eso trata «Muerte en Salisbury».
La realidad fue que Salisbury vivió más de un año de pánico ante la posible amenaza de un gas nervioso diseminado no sabían dónde, en cualquier lugar de la ciudad. En Salisbury lucharon contra un enemigo invisible, sin medidas de protección ante una fuente de contagio de persona a persona, no a través de aerosoles, o por concentraciones de virus en el aire, sino con el mero contacto. Una puerta, un picaporte, una mano, una tela, una vela, un banco del parque, cualquier cosa impregnada del gas, era fuente de contagio.
Esta serie no pretende mostrar lo magníficos que son los británicos. Más bien al contrario, en ningún momento se ocultan momentos de incertidumbre, de no saber cómo hacer las cosas, ¡Incluso las autoridades! Algo lógico en situaciones drásticas e inesperadas. La narración, más descriptiva y cronológica que narrativa, denota amor por lo propio y un sincero homenaje a personas normales que de un día para otro se ven inmersas en una pesadilla terrible.
«Uno de los nuestros ha sido atacado y le rendimos tributo», algo así sería el resumen de lo que la serie quiere ensalzar, tanto como la denostada labor, profundamente humana y de excelencia profesional de la Directora de Salud pública de la ciudad, Tracy Daskiewicz, ante una crisis de riesgo sanitario sin precedentes.
La diferencia con la España moralmente moribunda
Uno de los nuestros… Qué diferencia con esta España moribunda, ¿verdad? Aquí por no rendir tributo, ya ni a los muertos de ETA, ni a las miles de víctimas por COVID no reconocidas. Lo que ocurre aquí es una auténtica anomalía, despistados bajo el fuego enemigo de un Gobierno que un día sí y otro también lleva meses jugando con nuestras vidas.
Que la asociación de víctimas del COVID decide plantar banderas en domingo, con voluntarios, en distintas ciudades de España, ni es noticia, ni se reconoce públicamente, mucho menos se aplaude, es más, unos locos de esa extraña, violenta y totalitaria izquierda radical, lo critican.
Los habitantes de Salisbury vivieron una pesadilla más que justificada, pero se unieron. Aquí no. España es esa ‘ave raris’ en medio de Occidente brutalmente con el alma partida en dos. Una anomalía. No, no es cuestión de ideas, sino del bien y del mal, quizá aquí más que en ninguna otra parte se palpe en los extremos esa lucha a muerte entre el bien y el mal.
Por eso somos incapaces, por ejemplo, de conmemorar de manera oficial el fin de la Guerra Civil cada 1 de abril. Porque en lugar de ver el triunfo de la paz, creer en el perdón y en la reconciliación, no, unos pocos, ruidosos, infames, eso sí, vulnerando toda razón de ser de la democracia, de la legislación orientada al bien común, nos hacen ver que no, que España es ‘ave raris’, cuando en realidad es ‘ave cobardis’.
Por eso no sentimos lo de «uno de los nuestros». Porque nos han envenenado con la duda sobre cualquier cosa, con el filtro ideológico, genérico y climático que sí o sí ha de permearlo todo. No, no sentimos «uno de los nuestros» porque lo bueno se oculta y lo malo, chusco, cutre, totalitario se ensalza.
España padece un profundo cáncer que esparce su metástasis de inhumanidad por doquier. Una losa del mal ha caído sobre nosotros. Porque el mal existe, el mal se provoca y hay personas que lo causan, precisamente porque no les importan las vidas ajenas, sólo la propia.
«Muerte en Salisbury» no homenajea, ni blanquea la realidad de una chica drogadicta que luchaba por salir de esa trampa por amor a su hija y a su familia, no, la serie rinde tributo a «uno de los nuestros» porque murió inocentemente víctima del mal provocado por seres malvados.
Al mal no hay que tenerle miedo, sino mirarlo de frente. Tarea pendiente en esta España triste, deprimida y desconocida.
El último capítulo muestra la fortaleza de la unidad familiar, del perdón, de la reconciliación, del volver a empezar. Todas las víctimas directas salieron ganando aunque la vida de Dawn se perdiera en este mundo.
Por eso, y no por otra cosa, admiro a este puñado de ingleses que han dedicado tiempo, esfuerzo y creatividad a contarnos una historia real de sufrimiento con final, si no feliz, sí profundamente esperanzador y humano.
Vince in bono malum.
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