No existe una democracia ideal, un modelo que sirva para todos los momentos históricos, para todas los pueblos, culturas y tiempos. La democracia es un fenómeno político variable que se ha adaptado a diferentes situaciones mostrando rostros muy distintos. Al mismo tiempo, existen ciertas condiciones básicas que debe cumplir un régimen si desea ser considerado democrático.
En La Guerra del Peloponeso Tucídides cataloga a la Atenas de Pericles como “la gran tirana de Grecia”, a pesar de que intentaba ser el paradigma de la democracia. De hecho, un gran número de sus ciudadanos participaban directamente en el órgano político más importante, la Asamblea. Sin embargo, incluso aunque dejásemos de lado que dicha Asamblea estaba vedada a las mujeres, a los esclavos y a los extranjeros y sus hijos, una persona de nuestro tiempo consideraría aquel sistema como un abominable ejemplo de autoritarismo.
Benjamin Constant fue el primero en demostrarlo en su célebre conferencia “La Libertad de los Antiguos y la Libertad de los Modernos”, dictada ante el Ateneo Real de París en 1819. Más tarde, ya en 1864, Fustel de Coulanges lo verificó con multitud de ejemplos en su gran estudio La Ciudad Antigua. En estos textos podemos ver que las leyes de Atenas apenas distinguían entre la vida pública y social y la vida privada, imponiendo deberes tales como la obligación de contraer matrimonio (para los varones), o de asumir profesiones concretas a unos ciudadanos que estaban completamente sometidos a la dictadura de la mayoría, a veces incluso en cuestiones tan inverosímiles como la manera de vestir, de peinarse o las prendas que se podían o no llevar en una maleta de viaje.
Nosotros, los posmodernos, heredamos un modelo democrático muy distinto y que bebe de dos fuentes: por un lado está el amor a la libertad personal, religiosa y económica, así como el respeto a todos los proyectos de felicidad, que pregonaban con fuerza los colonos norteamericanos frente a los abusos e imposiciones de la metrópolis; y, por otro, el deseo de igualdad que movía a los revolucionarios franceses encabezados por los miembros del tercer estado, conscientes de que no tenía sentido hablar de libertad o de respeto en una situación de injusticia tan terrible como la que sufría Francia a finales del siglo XVIII.
Hay autores que, viendo esta evolución, consideran que la democracia ha conseguido en los últimos siglos desarrollar sus ideales de libertad y de igualdad, pero que ahora le corresponde trabajar para construir el último escalón, la fraternidad. En buena medida los populismos de izquierdas han nacido y crecido bajo el sueño maximalista de esta fraternidad universal como una neoversión milenarista del marxismo.
Desde mi punto de vista, sin embargo, la democracia solo puede existir allí donde se reconozca que el conflicto social es un fenómeno inevitable y que cualquier intento de eliminarlo solo puede tener éxito mediante la violencia, lo que lejos de diluir el conflicto lo hace más cruel y enconado.
La democracia, de hecho, es fundamentalmente un sistema de resolución de conflictos (mediante la libertad política y las elecciones libres) que nace de asumir tres datos:
- que el conflicto es inevitable,
- que todos los seres humanos buscan una felicidad posible y que tienen el derecho de perseguir este objetivo con libertad y según sus propios criterios y
- que la acumulación excesiva de poder pone en peligro las libertades fundamentales de los ciudadanos, también si quien lo acumula es el Estado.
En buena medida la historia de las democracias, es decir, el esfuerzo por reconocer los derechos y libertades fundamentales, la división de poderes, el reparto de competencias, los pesos y contrapesos para el ejercicio del poder y los procedimientos cada vez más transparentes y equilibrados para la toma de decisiones, derivan de un esfuerzo continuado por desarrollar estos tres factores.
Desde finales de la Segunda Guerra Mundial resultó evidente, además, que las democracias solo podían sostenerse como regímenes de libertad e igualdad si elaboraban mecanismos de reparto del poder dentro de la propia sociedad, haciendo crecer la clase media y procurando que los beneficios de los “Treinta maravillosos años” llegaran a todos los ciudadanos. Así nació el Estado del Bienestar.
El gran problema de las democracias contemporáneas es, desde este punto de vista, el reparto social del poder, lo que mejoraría dotando a los ciudadanos, asociaciones y comunidades de más recursos económicos y más capacidad de iniciativa.
Hoy, los Estados democráticos ya no son los únicos protagonistas del crecimiento económico y la ecuación “más democracia igual a más riqueza”, que los hechos parecían confirmar en las últimas décadas del siglo XX, ha quedado desmentida por el auge de China y su modelo pseudocomunista de “capitalismo de Estado”. Al mismo tiempo, los populismos de izquierdas y de derechas apelan a lo que se ha venido a denominar “democracia autoritaria”, en la que el pueblo perdería poder (cedería en sus derechos y libertades, en su capacidad de iniciativa y en sus posibilidad de acción y de elección) a cambio de una mayor seguridad, a la que acompañaría un desmesurado control social, ambos orientados a defender al Estado de la globalización y sus efectos sociales (inmigración, pobreza, delincuencia organizada) y económicos (especulación, deslocalización, destrucción de las economías y modos de vida locales). La propuesta, en todo caso —lo vemos en México tanto como en Rusia, en Brasil o de forma extrema y lamentable en Venezuela— supone que el Estado acumule más y más poder, evitando que este permee la sociedad y ahogando las iniciativas del pueblo, cada vez más dependiente de los recursos que acepte repartir la clase dirigente según sus intereses.
El gran problema de las democracias contemporáneas es, desde este punto de vista, el reparto social del poder, lo que mejoraría dotando a los ciudadanos, asociaciones y comunidades de más recursos económicos y más capacidad de iniciativa. Ese poder tiene que ser cedido por el Estado para evitar los efectos perniciosos de la acumulación excesiva del mismo, pero también proviene de las dinámicas de crecimiento de las propias sociedades, que continuamente son capaces de crear más y más poder, es decir, más riqueza, más espacios de libertad y más capacidad de acción y de expresión.
Publicado anteriormente en CIVISMO Y DEMOCRACIA
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