Me gusta hacer esta pregunta a mis alumnos: – Y tú, ¿qué color prefieres?
Mis niños comprenden edades diversas, desde los tres años… hasta el final de Secundaria, ya en plena adolescencia.
Ello se debe a que soy maestra de Audición y Lenguaje y los acompaño durante toda su etapa escolar, al igual que las personas que forman parte del Departamento de Orientación del centro educativo, en mi caso el colegio Montpellier de Madrid.
Lo más bonito de mi especialidad es el acompañamiento: podemos valorar y ayudar en la evolución académica, conductual y, sobre todo, emocional.
Disfrutamos del desarrollo integral de cada persona
Por mi pequeña clase pasan retrasos del habla, trastornos específicos del lenguaje, otros generalizados del desarrollo, hipoacusias, diversos cocientes intelectuales… distintos trastornos que podrían categorizarse entre las necesidades educativas especiales. O, por mejor decir, lo que pasan son personas, únicas, como tú, como yo, como el resto de sus compañeros, y con las mismas ganas de conocer el mundo que estos, con las mismas ganas de percibir a través de sus sentidos.
Esos niños estudian en su aula de referencia el curso que les corresponde, pero tienen adaptaciones curriculares de las materias instrumentales.
No todos aprendemos al mismo ritmo, ni de la misma manera
Mis chicos, todos, son personas muy queridas y respetadas por sus compañeros. El carisma franciscano del colegio, la fraternidad, ha calado hondo en todos ellos. Es hermoso ver cómo se prestan ayuda y sacan su brillo natural unos a otros. Porque todos tienen su luz.
En el colegio, trabajamos para integrar al máximo a todos los niños, incluidos, naturalmente, quienes tienen necesidades educativas especiales, siendo fundamental el papel que ejercen los tutores. Ellos hacen que el entorno se naturalice tanto a nivel de aula como en las salidas y entradas de estos alumnos cuando acuden a clase de pedagogía terapéutica o de audición y lenguaje. La convicción y el sentimiento nos llevan a querer a cada uno con sus diferencias, ya que todos son -somos- personas igualmente valiosas, con idéntica dignidad.
Es impresionante comprobar la manera en la que los niños asimilan y cuidan.
Recuerdo un caso de hace años, una niña a la que llamaremos Sofía. Sofía era una niña extremadamente introvertida, con un inmenso diálogo interior; le costaba muchísimo comunicarse, ella -eso sí- se ponía a hablar y hablar sin escuchar al otro participante de la conversación; rehuía el contacto físico, la mirada, incluso una caricia. Al principio, era imposible acotar su espacio, aunque poco a poco todos nos ganamos su confianza. Le dolían los oídos con el sonido, con la música; se los tapaba fuertemente y emitía ruidos y se movía entre balanceos que compensaran la incomodidad que sentía, y todo hasta conseguir calmarse.
Poco a poco, Sofía fue dando forma a las palabras de su mente hasta convertirlas en imágenes, tan reales para ella que a veces jugaba con aquellas, saltaba, corría… Otras la atemorizaban. Su mirada salía de su cuerpecito para huir a otro mundo del que los demás jamás llegaríamos a formar parte.
Sofía tenía un interior muy distinto; su clase, que la acompañó hasta su salida del cole, siempre respetó su diferencia, como en el cuento de “Elmer”, el elefante de colores; el elefante que no era de color elefante. Nadie tapó sus colores, siempre se la reconoció y se dejaron al descubierto sus singularidades, su forma de ser, de existir, de desfilar por la vida. Única y complementaria.
Los niños y las niñas que convivieron en el mundo de Sofía se convirtieron en niños más maduros, más solidarios, más empáticos, mejores. Las vivencias que les acompañaron les hicieron más tiernos con la vida, más sensibles y más preparados para el futuro. Aprendieron una lección de vida.
Seguro que ellos, hoy chicos y chicas ya en edad universitaria, tienen el don de saber ver y valorar el color que cada uno tiene, ya que cada una de las personas que pasan por este camino que llamamos vida tiene algo que regalarnos.
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