Vivimos en un mundo muy diferente al que conocimos en nuestra infancia.
Es un mundo donde prima lo visual. En cualquier caso, la mayoría de las personas tenemos la gran suerte de seguir contando con cinco maravillosos sentidos que nos permiten percibir el aroma de un bizcocho, disfrutar del canto de un pájaro, de la dulzura de un merengue, del calorcito de un rayo de sol en nuestro rostro, de la silueta de una cara feliz…
Oler, oír, saborear, tocar, ver.
Cinco sentidos que, independientes, pueden entrelazarse con tanta fuerza que podamos, por ejemplo, disfrutar del mar no solo admirando el reflejo de sus aguas, o relajándonos al escuchar su acompasado oleaje, o zambulléndonos y refrescándonos en él, o con su olor y sabor a sal… O que -sin necesidad de playas- saboreemos un pastel solo con verlo y olerlo; o sintamos ese beso que se acerca; o coloreemos una imagen en blanco y negro…
¿Magia? No; aprendizaje, impulso, reacción, acción, relación…
Y me preguntaréis, ¿por qué hablar de los sentidos?
Como maestra de Audición y Lenguaje, valoro y colaboro en la evolución que cada niño con los que trabajo tiene en sus diferentes etapas escolares; y hay algo que favorece ciertos aprendizajes pero que, por el contrario, puede perjudicar el desarrollo de otros.
Desde que nacen, los niños del siglo XXI son absolutamente visuales.
Los estímulos que les ofrecemos se convertirán en patrones de aprendizaje y, hoy, todo lo que les rodea está excesivamente centrado en lo visual.
Es cierto que “una imagen vale más que mil palabras”, pero las palabras tienen que estar ahí: conformando nuestro pensamiento
Recordaréis la atención que prestábamos a las historias que nuestros abuelos nos contaban… Aprendíamos miles de palabras desconocidas y les dábamos forma en nuestra mente: imaginábamos. O cómo escuchábamos, expectantes, la aguja del tocadiscos rozando suavemente el vinilo y desarrollando nuestra agudeza auditiva, nuestro ritmo, nuestra fluidez…
Ahora, las historias siempre se acompañan de imágenes y cuando escuchamos música pocas veces es de manera única, ya que casi siempre viene acompañada de vídeos donde la atracción visual es inevitable.
El sonido es fuente esencial para el lenguaje. Pensamos con lenguaje. Y sí, claro que tiene que estar relacionado con imágenes que se proyectan a una velocidad increíble en nuestra mente, pero también con el tacto, con el gusto, con el olfato. Si no, ¿cómo relacionará un niño las palabras suave, áspero, esponjoso, dulce, salado, ácido, mentolado, ahumado, cítrico…?
Es necesario sentir para aprender
No penséis que pretendo descalificar “las imágenes”. De hecho, mientras escribo, me viene a la cabeza la primera vez que mi padre, un cinéfilo empedernido y reconocido, me puso una película muda. Por supuesto, Charlot fue el encargado de hacernos reír a carcajadas o soltar alguna lagrimilla en aquella escena en la que cocina y se come un zapato en “La quimera del oro”… He tenido la gran suerte de compartir muchas tardes de cine en familia y el recorrido por el séptimo arte ha sido una gran enseñanza.
Recuerdo un día en que planifiqué una actividad con mis alumnos mayores, de trece y catorce años, todos ellos con alguna dificultad en la lectoescritura. Les propuse ver un corto mudo a fin de trabajar la expresión escrita redactando la historia con las sensaciones que produjera en ellos.
“Chaplin y el león” fue el corto elegido. Cuatro minutos mudos a los que tendrían que prestar atención y poner letra y voz. Al principio, se intuía algún desconcierto, malestar incluso. Cine antiguo, en blanco y negro y, además, mudo. –“Seguro que es un rollo”, dijo uno de ellos. Se quejaban porque no tenía sonido, porque no sabían que las texturas también se aprecian en contrastes de grises y porque desconocían que nuestro cerebro necesita hablar incluso en la ilusión, en los sueños. El final fue indescriptible. Les puse la película tres veces. La primera se atestó de caras de sorpresa; en la segunda efectué varios cortes, por secuencias, para que ellos transcribieran con palabras, en sus cuadernos, lo que estaban viendo y sintiendo. Y, por último, volvimos a ver el corto a petición de quienes, desde el desconocimiento, habían tenido prejuicios e incluso un rechazo inicial. Esta clase fue todo un descubrimiento para ellos, y por supuesto, también para mí. Fueron capaces de plasmar sus impresiones, sus emociones en estupendos textos porque, lo visual, ayuda a dar significado a las palabras.
Lo visual es un buen soporte para el aprendizaje, pero, sin duda, también lo son los otros sentidos. ¿Habéis probado con vuestros alumnos, vuestros hijos, nietos, como yo hago con mis chicos, a taparles los ojos y que toquen objetos de una caja y adivinen qué es? ¿A poner diferentes sonidos onomatopéyicos de la naturaleza o que descubran al detalle la diferencia entre la lluvia o un grifo goteando? ¿A continuar con la venda en los ojos para apreciar las diferentes texturas del algodón, una lija de papel, o la rugosidad de una piel de naranja? ¿A darles una pizca de sal o de azúcar para otorgar nombre a lo que sienten?
Es fundamental conocer, esforzarse, concentrarse, sentir -no solo ver- para poder aprender, valorar.
Los niños, nuestros niños, están hoy sumamente acostumbrados a pantallas con resoluciones tan increíbles -incluso 3D- que les hacen volar al espacio, ser fantásticos futbolistas, salvar a la humanidad, matar monstruos, resolver enigmas. Pero eso sí: sin esfuerzo, solo con pensarlo.
Son esos los fotogramas de los que se impregna su gran almacén del conocimiento y por los que, a veces, dejan de lado miles de juegos, quizás menos sofisticados, pero que, quizá precisamente por ello, darían luz verde a su creatividad y a su imaginación, esa palabra mágica que intercomunica a nuestros apreciados sentidos.
Un consejo, antes de concluir: ¡imagina!
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