Hace poco un amigo me envió las fotos de su nueva novia y me parecieron extrañamente surrealistas ya que, en todas sin excepción, la mujer (de gran belleza, para hacerle justicia) daba la impresión de ser un efecto óptico o un maniquí puesto a su lado. Si él la miraba embelesado, ella parecía estar ausente, como con la mente en otras cuestiones o directamente en otra dimensión. En alguna instantánea mi amigo la tenía agarrada por la cintura y comprobé, de nuevo con sorpresa, que la sensación que trasladaba la imagen era la de un humano abrazando a una muñeca. Los ojos vacantes, aún clavados en la cámara, y la postura congelada, me agobiaron sobremanera, a decir verdad.
Por otro lado, el rostro de esa mujer me era familiar, como si la hubiese visto antes. Probablemente porque si nos damos un garbeo por las redes sociales y por ciertos locales, comprobaremos que hay una horda de personas que se maquillan igual, se operan igual y posan de forma idéntica. Visto uno, vistos todos.
Pienso que los androides cada vez se acercan más a lo humano, mientras algunas personas, ignorando la tremenda incoherencia, pasan tanto tiempo sin cultivar su humanidad que ésta se diluye como una aspirina en el agua.
Curiosamente, ese mismo día, los telediarios mostraban imágenes de Isabel Ayuso conversando con Sophia, el droide que, según su creador, es pionero en creatividad, empatía y compasión. Pero lo que más llamó mi atención, fueron sus ojos porque tenían un brillo de vida, o eso me pareció a mí, que dejé de escribir para centrarme en la noticia.
Por lo visto, Sophia sostiene contacto visual, puede retener información, mantener una conversación. Es una imitación de la personalidad humana, claro está, pero al fin y al cabo, una imitación brillante.
Pienso que los androides cada vez se acercan más a lo humano, mientras algunas personas, ignorando la tremenda incoherencia, pasan tanto tiempo sin cultivar su humanidad que ésta se diluye como una aspirina en el agua.
Se desprecia lo diferente, se extirpa, se esconde. No sólo en lo físico sino en lo intelectual. Se liga en páginas donde las personas se exhiben como artículos, se compra on-line y se mantienen relaciones sexuales virtuales. De la misma manera se corta por whatsApp, mientras, por ejemplo, se descongela algo en el microondas o se pide el último modelo de satisfyer a Carrefour (con el resto de la compra).
Triunfan las bellezas clónicas, con bocas recauchutadas, ojos estirados hasta el nacimiento del pelo, caras planchadas y hasta traseros postizos que rozan lo grotesco.
Y no se confundan, no quiero decir que el envoltorio sea determinante. Recuerden “La bella y la bestia” cuando Bella supo de su amor al mirar a la bestia a los ojos que, además, fue lo único que ésta conservó cuando volvió a su forma de galán.
Me refiero al espíritu que persigue, busca y se empecina en desaparecer, en invertir más tiempo y dinero en huir de sí mismo que en hacer el viaje interior preciso para encontrarse (y con suerte, amarse)
El amor a uno mismo es esencial para no convertirse en un objeto de consumo y, desde luego, para poder amar porque como se ha dicho en muchas ocasiones, es imposible dar de lo que no se tiene o, en palabras de mi abuela “donde no hay, no lo comen los ratones”
Lamentablemente para la humanidad, creo que mi amigo encontraría mucho más interesante a Sophia. Sencilla, directa, físicamente perfecta y fácil de complacer.
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