Dicen que las sonrisas llevan demasiado tiempo tapadas bajo las mascarillas. A mí me suena a frase hecha, porque de cuando en cuando nos las retiramos, aunque solo sea por la necesidad higiénica de dar una bocanada de aire fresco. En todo caso, el dicho tiene algo de verdad…
Me llevé una gran sorpresa al descubrir que un compañero de clase (asisto todas las semanas, desde hace varios trimestres, a un taller artístico) lleva bigote. Clase tras clase a su lado, habla que te habla con la precaución de mantener la distancia de marras, imaginándomelo barbilampiño y resulta que gasta debajo de la nariz un cepillo de cerdas como las de un téckel. Así que temo el día en el que por fin podamos movernos sin el bozal quirúrgico. ¿Qué descubriremos en aquella gente que hemos conocido a lo largo del coronavirus? Apunto que los pies, que de natural suelen ir tapados, los ojos y la boca, que durante este largo periodo se ha beneficiado del disfraz de papel, son las partes más comprometidas con respecto a la belleza humana. Unos dientes así o asá, montados unos sobre otros, con huecos, manchados de tabaco, de café, de carmín; unos labios mal dibujados, inflados artificialmente sin sentido de la proporcionalidad, resecos o excesivamente salivados; una marca de tizne como la de Groucho Marx, una tira de pelos desigualados que se cuelan en la boca… están mejor bajo una careta. Y admito –por qué no– que esa misma sorpresa puedan llevársela aquellos con los que he entablado trato durante las fases de la pandemia, en el momento que me vean la jeta ya sin barreras.
En mi casa se ha hecho habitual el grito <<¿De quién es esta mascarilla?>>, que viene a describir el desorden propio de una familia numerosa de categoría general. Las mascarillas, cuando son en serie, sin distintivos, tienen ese peligro: que uno las deja en cualquier sitio y después es difícil asignársela a su dueño. Así, la mesa de apoyo que tenemos en la entrada parece un sembrado de mascarillas. O un parque en otoño repleto de mascarillas. O el suelo de un bar de los de antes, pero con mascarillas. Mascarillas por aquí, por allá y por acullá, como en el baile de Los pajaritos. Solo distinguimos las de nuestra hija menor: para que no se le caigan, precisa hacerse un nudo en cada enganche elástico.
En mi casa se ha hecho habitual el grito <<¿De quién es esta mascarilla?>>, que viene a describir el desorden propio de una familia numerosa de categoría general.
A propósito de nudos, esta semana salí a la calle dispuesto a hacer unos recados: entré en una tienda, resolví una gestión, me reuní con una persona… Sentía la cabeza aureolada por una leve molestia que me nacía en las orejas y me bajaba por los carrillos y el mentón. Fue al pasar al baño, en una oficina, y mirarme al espejo cuando comprendí el origen de aquel malestar: me había puesto la mascarilla de mi hija. Lo delataban mis pabellones auriculares, que estaban dobladas hacia delante, los cartílagos ligeramente plegados sobre sí mismos, lo que daba a mi habitual aspecto elegante y resultón un aire ratonil. En cuanto me retiré la mascarilla y solté los nudos, las orejas volvieron a su lugar y recuperé mi señorial presencia. Entonces desapareció la pesadumbre que me acompañaba desde primera hora.
El tiempo nos ha enseñado que hay variadas formas de llevar la mascarilla. Está quien sabe portarla con aseada pulcritud: se la cambia por otra nueva cuando lo indican los manuales. Reconozcamos, sin embargo, que son los menos. Después se encuentran los que la portan como los sacos de heno que antiguamente se colgaban del testuz de mulas y caballos. La mascarilla se les balancea cuando caminan, y no hace falta que se la retiren para que descubramos los rasgos de su rostro. Y con pericia, algunos han desarrollado la asombrosa capacidad de fumar o de hacer globitos de chicle sin la gaita de tener que retirársela.
Otros exprimen cada mascarilla para sacarle la máxima vida posible. Las gomas de sujeción hace tiempo que dieron de sí. Incluso se soltaron y las llevan grapadas al papel plisado, o sujetas con un lazo elaborado de cualquier manera. Su mascarilla ha cobrado una extraña similitud con la fruta cubierta de moho, pues de la superficie otrora lisa e inmaculada brota una pelusa informe, una barba de color azul, rosa o negro, según el teñido del original.
Acudí a misa y llegada la hora de la comunión, el sacerdote anunció por el micrófono del altar que se había olvidado la mascarilla. <<¿Alguien podría regalarme una sin usar?>>,
También los hay que las usan de dos en dos y hasta de tres en tres, bien apretadas, como si pretendieran sellar sus pulmones al baño maría. Y quienes no se las quitan ni para conducir cuando van solos en coche. ¿Será que también duermen con ellas? Y quienes engordan los bolsillos de sus pantalones con una colección de mascarillas engurruñadas, con las que nos podrían narrar la historia de la epidemia semana a semana.
Termino con un suceso simpático: acudí a misa y llegada la hora de la comunión, el sacerdote anunció por el micrófono del altar que se había olvidado la mascarilla. <<¿Alguien podría regalarme una sin usar?>>, solicitó humildemente. Y sí, un fiel llevaba una de muda, la del por si acaso. Solemne, el sacerdote se la ciñó a la cara y bajó por la escalinata dispuesto a distribuir las Sagradas Formas. El pobre no sabía que, en el flanco izquierdo del embozo, el artilugio llevaba estampado al pato Donald.
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