–Clara, ¡vuelve inmediatamente!
Las agudas carcajadas de la niña se expandían por el valle.
–¡Clara!…
–¿A que no me pillas? –le retaba con un tono burlesco.
Era una mañana calurosa. El sol, expuesto en lo alto, daba la bienvenida a las flores recién brotadas. Por aquella alfombra de colores correteaban madre e hija. Clara, a sus cuatro años, se movía con la velocidad de una liebre. Hasta que paró en seco.
–Mira, mamá.
Ana, con la respiración entrecortada por el esfuerzo, siguió con la mirada allí donde señalaba su hija para descubrir a una abeja que libaba en una flor amarilla.
–¡No la toques!
En un instante los recuerdos de Ana se prendieron con una escena de su infancia. Se encontraba en el jardín de sus abuelos, dispuesta a hacerse con la naranja que colgaba sobre el columpio. Pero cuando las yemas de sus dedos estaban a punto de rozar el fruto, escuchó un zumbido que le hizo perder el equilibrio y caerse al suelo. Antes de que pudiese reaccionar, sintió tres abejas en el interior de su vestido.
–¡Me pican! ¡Me pican!…
Corrió de un lado a otro, entre gritos, llanto y peticiones de auxilio. Sentía los insectos correteando por su cuerpo: las patitas peludas, las alas que rozaban su fina piel y (uno, dos y tres) los picotazos.
–Clara, aléjate ahora mismo, que te va a picar.
Aunque Ana fue aumentando el volumen de su voz, la niña iba hacia el insecto con más interés a cada paso.
–¿No es precioso?
Ana no lo podía comprender.
–Mira; sus patitas están llenas de granitos amarillos.
Clara extendió el índice y lo llevó al borde de la flor. Para sorpresa de su madre, la abeja caminó desde los pétalos al dedo de la pequeña. Ahí estaba uno de los monstruos de su infancia, esta vez a la mano de su hija, que le dedicaba una sonrisa llena de inocencia. Ana se quedo sin habla, temerosa de que se rompiese en cualquier momento aquella contención.
–Mamá, acércate.
Cedió ante la petición para enfrentarse a sus temores. Seguía preguntándose cómo era posible que la niña pudiera dirigir tal mirada de curiosidad a la abeja, que se movía sobre su piel sin molestarse en clavarle el aguijón. Poco después abrió sus alas cristalinas y echó a volar con un intenso zumbido.
–¡Adiós! –se despidió la niña del insecto, que se convirtió en un puntito negro antes de desaparecer en el cielo.
Carmen Almandoz, Ganadora de la XVI de Excelencia Literaria
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