Mi nombre es Sofía Samper y he tenido la oportunidad de conocer en el año 2021 uno de los territorios más remotos de Kenia, Turkana. En esta experiencia he podido conocer una realidad paralela que sin duda me ha hecho evolucionar como persona y me ha hecho darme cuenta de la fuerza que impregna esta zona.
Turkana es un territorio extremadamente caluroso que sufre de constantes sequías, principal obstáculo para el desarrollo de la zona. En Turkana las personas luchan por sobrevivir cada día. El hambre, el aislamiento, la ausencia casi total de infraestructuras junto con la carencia de un sistema sanitario y la falta de agua potable son la mayor incertidumbre que afecta a sus habitantes.
Cuando llegué a Turkana llegué con la intención de hacer un documental ya que he estudiado dirección de cine y T.V en el Instituto del cine de Madrid. Pensé que a través de un corto documental podría proyectar una realidad tan compleja que conmovería al resto y de esta forma podría crear un equipo para ayudar a los turkana. Mi sueño se esta haciendo realidad y el equipo esta creciendo día a día.
Los primeros días en Turkana hacía tanto calor que pensaba que el proyecto que traía en mente me venía grande. Me veía sola frente a mis cámaras y mi trípode y pensaba, no voy a poder. Soy una persona que se adapta muy mal al calor y cuando me topé con esos 43 grados en plena sabana pensé en rendirme. Luego reflexioné y medité. Pensé, si todas estas personas resisten a estas condiciones climáticas día a día yo también puedo conseguirlo. Somos todos humanos, pero me atrevo a decir que ellos son más fuertes y más resistentes. Poco a poco me fui adaptando al calor, aunque nunca lo hice del todo. ¡Me lancé a sacar las cámaras, recuerdo los primeros días donde grababa a los niños, todos estaban ilusionadísimos con el reportaje, se sentían estrellas, y desde luego lo eran! ¡Recuerdo mirarlos a través del objetivo y decirles, “¡pero cómo podéis aguantar este calor, aquí no se puede trabajar ni hacer nada!”. Ellos sin entender una palabra de español se reían y seguían bailando ante las cámaras.
A ellos no les importaba estar descalzos con el asfalto ardiendo, a ellos no les molestaban las olas de aire caliente, a ellos no les fatigaba no tener agua, ellos no se quejaban de comer una sola vez al día, ¡a estos niños solo les importaba chupar cámara y yo me quedaba pasmada!
Les gustaba tanto la cámara que un día dos niños más mayores, entorno a los 15 años, Simon y Abdul me pidieron si podía grabarles un videoclip. El sueño de estos adolescentes era hacerse famosos en Youtube cantando desde Turkana y yo por supuesto acepte el reto. Estuvimos varios días haciendo un videoclip y quedaron encantados cuando les entregue el montaje terminado. Ya empecé a hacer malabares con las cámaras, el calor era más soportable y mi cabeza solo veía arte por todas partes. Los turkana son artistas, en todos sus aspectos. Quería hacer videoclips, cortometrajes, incluso una película. Pero no, me tenía que centrar en el documental y así lo hice. Simplemente me inspiraban tanto que sentía que podría hacer cualquier proyecto con ellos. No tenía equipo técnico, trabajé sola durante estos meses pero realmente no me hacía falta, ellos eran mi equipo y me ayudaban en todo. Algún día me toco enfadarme, cuando ponían los dedos en los objetivos para encenderme, me encendían.
A ellos no les importaba estar descalzos con el asfalto ardiendo, a ellos no les molestaban las olas de aire caliente, a ellos no les fatigaba no tener agua, ellos no se quejaban de comer una sola vez al día.
Pude ver Turkana dos veces, en vivo y cada noche en la pantalla de mi ordenador mientras pasaba los brutos a un disco duro. Si soy sincera, por el día estaba trabajando y era robusta, me mantenía fría para que nadie me viese sufrir por lo que estaba viendo. Cuando tenía que revisar los brutos por la noche ya nadie me veía y era en esos momentos de soledad donde volvía a toparme con una cruda realidad que yo misma había filmado. Es ahí donde me desahogaba viendo los videos y donde lloraba la cantidad de emociones que acumulaba durante el día entero. Realmente mi objetivo en Turkana era crear en mi mente unas imágenes tan solidas que nunca pudiese olvidarme de ellas para nunca dejar de ayudarles. Después de este trabajo, en el que me he ocupado también de la edición del corto documental he conseguido mi reto. He podido revisar el montaje un millón de veces y todas las caras y almas que grabé en mi experiencia están ahora de forma nítida y permanente en mi cabeza. Es una manera de no olvidarme jamás de ninguno de ellos y es una manera de prometerme a mí misma que intentaré ayudarles hasta el final de mis días. Sin cámaras ni montajes también podría haberles retenido en mi memoria, pero creedme, de esta forma me aseguro «un para siempre». Y si algún día padezco la enfermedad del Alzheimer solo tendré que darle al Play para recordar que en Turkana tengo un millón de amigos y dos hermanos pequeños.
Pero allí sucedió algo que no pude grabar y por ese motivo me gustaría escribirlo en este articulo. Recuerdo un día que fuimos a ver con Alexia, una de las misioneras de Kokuselei una excavación de presas con todos los niños. Fue impactante ver cómo un grupo de adultos turkana, mujeres y hombres, excavaban la tierra con cuencos de hierro. Formaban una fila entre todos y se lanzaban por el aire los cuencos repletos de tierra para crear una charca. El último de la fila era el encargado de tirar la tierra en lo alto y de esta manera volvían a lanzar los cuencos vacíos hacia abajo para volver a rellenarlos. Tuve la oportunidad de participar en la labor durante un tiempo, ayudándoles, y os puedo asegurar que nunca había participado en algo tan creativo y tan duro a su vez. De repente te sientes una maquina de obra, una grúa o una excavadora y cuando te das cuenta de que lo estas haciendo sin ningún tipo de tecnología sientes la esencia de la naturaleza en su esplendor. Nada más gratificante. Tras esta experiencia nos subimos todos los niños, mi amiga Inés y yo en la parte trasera del coche para volver a la misión. A varios kilómetros de la excavación de presa recuerdo como Alexia atravesó con el coche una zona repleta de arena. El coche quedó estancado y jamás podré olvidarme de esto. Lucas, uno de los niños, saltó del coche y salió corriendo hacía la presa para avisar a todos los trabajadores de que necesitábamos ayuda. En media hora apareció un grupo de treinta personas corriendo hacia nosotros. Sí, eran todos los que se encontraban a 43 grados excavando una laguna con sus propias manos. Sin media queja aparecieron de la nada, con una sonrisa reluciente con solo una intención, ayudar. Entre todos empujamos el coche y por supuesto, el coche salió sin problema. No vinieron tres o cuatro personas a empujar no, vinieron los treinta. Realmente fue cómico ver cómo empujábamos tantas personas un solo coche, le faltó poco para despegar y volar. Es en esos pequeños momentos donde te das cuenta que a las personas de Turkana no les importaba otra cosa que ayudar, ya pueden tener heridas en las manos, quemaduras en los pies o estar muriéndose de sed que si hay un problema van a correr hacia el, pero solo para una cosa, resolverlo.
En media hora apareció un grupo de treinta personas corriendo hacia nosotros. Sí, eran todos los que se encontraban a 43 grados excavando una laguna con sus propias manos. Sin media queja aparecieron de la nada, con una sonrisa reluciente con solo una intención, ayudar.
Este fue uno de los días más especiales de la aventura. Recuerdo cómo seguimos de camino a Kokuselei y en una montaña repleta de piedras el coche volvió a quedarse estancado. Esta vez ya no contábamos con los trabajadores para que nos echasen un cable, ya estaban demasiado lejos. Pero la misionera llamó a Denis, el driver de la misión para que viniesen a sacarnos con otro coche. Pasaban y pasaban las horas y Denis no nos encontraba. La cobertura era pésima y estábamos todos sedientos y muertos de calor. Visualizo como si fuese ayer como cantábamos todos tumbados en el suelo para hacer la espera más amena. De pronto, uno de los niños se acercó a Inés y a mí para contarnos un secreto. Estábamos cerca de una charca con agua. Yo no me lo podía creer porque no había visto una gota de agua en este terreno desde que habíamos llegado. Ya llevábamos casi dos meses y realmente cuando el niño nos lo contó decidimos seguirle con el grupo completo, pero con ninguna esperanza de que pudiésemos bañarnos. Nos perdimos por la sabana todos en fila india, subiendo y bajando montañas africanas. Caminábamos de camino al agua, era como un milagro que yo todavía no podía creer. Recuerdo observar las montañas y el terreno, exacto reflejo del escenario del rey León pero sin leones. Era un distrito de hienas, nada más. Me daba miedo que pudiesen atacarnos, no teníamos nada para defendernos y me sentía responsable de los niños. Tras varios kilómetros de caminata llegamos a una charca, y… ¡estaba llena de agua! Si conocieran Turkana entenderían porque le doy tanto valor a una charca con agua. Es lo último que te imaginarías ver, sería mucho más factible una jirafa rosa con la cola de una cebra o de un dragón.
La mayoría de niños tenían miedo al agua, recuerdo cómo Inés y yo les animamos para que se bañasen y aprovechasen el regalo que nos estaba dando África. También recuerdo a la perfección como miré a Inés cuestionando la posibilidad de que hubiese cocodrilos. Me respondió dándome un empujón y tirándome al agua mientras todos los niños lloraban de la risa . Finalmente conseguimos convencerles y que la mayoría gozasen de uno de los mejores momentos de Turkana, por fin contacto directo con el agua.
Fue aquí cuando me sentí completamente salvaje, perdida en una montaña de Kenia, en medio de una charca en la que no sabíamos si había cocodrilos, pirañas o serpientes y rodeada de niños mágicos con contrastaban ese terror. No sabía donde estaba, pero no me importaba, solo sabía que era África. Me faltaba la cámara para poder enseñaros como hicimos de una simple charca un manantial en un paraíso. Es un recuerdo que por mucho que no haya podido filmar, nunca podré olvidar. Ver a los niños refrescarse por primera vez, jugando en el agua, ayudándose entre ellos y aprendiendo a nadar fue algo que no esperaba ver. Pero no dejaban de impresionarme, volviendo hacia el coche había ramas frescas porque había agua, ¡ramas verdes! Recuerdo como cada uno de los niños arrancó una rama para lavarse los dientes. Todos en fila con su cepillo de dientes natural de vuelta a casa, cepillándose con todas sus fuerzas de arriba abajo, ¡la creatividad me rodeaba constantemente! La vuelta ya no era calurosa ni pesada, estábamos mojados y muy aliviados. De pronto Inés en plena montaña rocosa paró en seco, se le rompió una de las chanclas y el suelo ardía. Lucas, un niño de diez años tenía unas sandalias que le habían dado en la misión, sin pensarlo dos veces corrió hacia Inés, se quitó sus zapatos y se los dió para que pudiese andar. Le quitó a Inés sus chanclas, se puso la que no estaba rota siete tallas más grande y caminó hasta el coche varios kilómetros con la chancla rota en la mano. Gracias a Lucas, Inés pudo volver al coche sin problema y me comentó impresionada el acto de generosidad. Ellos estaban acostumbrados a andar descalzados por piedras abrasadoras, no sentían nada, eran robles africanos. Inés y yo no podíamos estar más de cinco segundos descalzadas, nos saldrían ampollas.
Si he aprendido algo en Turkana es sobre la generosidad y el respeto. Han corrido para ayudarme niños sin zapatos, y me voy a encargar de que todos estos niños tengan zapatos en condiciones para que puedan seguir corriendo como leopardos, pero sin clavarse astillas, ni piedras o cristales. Intentaré recaudar toda mi vida dinero para mejorar las condiciones de vida de estos niños y de las mujeres de Turkana, que poco hemos hablado de ellas en este articulo, pero puedo describirlo en una sola palabra: extraordinarias.
Para entender más a esta población podéis ver el corto documental.
Y si queréis ayudarme a colaborar en este proyecto esperanzador para mejorar la calidad de vida de los mágicos turkana os lo agradeceré eternamente pincha AQUI.
Y si algún día padezco la enfermedad del Alzheimer solo tendré que darle al Play para recordar que en Turkana tengo un millón de amigos y dos hermanos pequeños…
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