Recuerdo que cuando me enteré, siendo un niño, que en 1969 el hombre pisó la luna, inmediatamente empecé a fantasear sobre cómo será caminar por la superficie de nuestro satélite. <<¿Hará frío?>>, me cuestionaba. <<¿Será verdad que allí se pueden saltar siete metros sin hacer apenas esfuerzo?>>. <<¿Existen los nativos lunares?>>… Aún hoy perdura en mí el deseo de viajar a la luna, a la vez que me pregunto por la seguridad de aquellas naves, pues desde nuestro presente no estoy seguro de si me atrevería a hacer el viaje en las condiciones tecnológicas de aquel momento de la Carrera Espacial.
Hay que tener presente que las dos grandes potencias se embarcaron en aquella trepidante carrera: EE.UU. representando al bloque capitalista y la URSS al comunista, en una especie de guerra tecnológica. Las naves soviéticas de aquella época fueron trampas mortales, tanto por errores de cálculo como por las prisas del Kremlin por ganar aquel pulso. Por ejemplo, en la misión Soyuz-1, de 1967, el coronel Vladímir Komarov perdió la vida a causa de un error en el sistema de paracaídas, uno entre los muchos que los técnicos ya habían advertido a la dirección del Programa Espacial Soviético. En el Soyuz-11, los tres tripulantes murieron de asfixia por una fisura en el fuselaje (se había decidido que no llevaran trajes herméticos para reducir la masa en la nave).
Si yo tuviera ocasión de elegir –espero que se me perdone la cobardía–, prefiero la tecnología actual, aunque a costa de renunciar a ser el primer hombre en hollar la superficie lunar.
En la NASA, por el contrario, cada minucia se comprobó cientos de veces. La historia nos demuestra que las vidas de los astronautas eran mucho más importantes para la NASA que para su enemigo soviético. Sin embargo, las presiones políticas y las prisas también dieron lugar a algunos accidentes. El Apolo 13 es el más conocido, pero no fue el único: la misión Gemini 8 fue portada en los noticiarios de 1966 cuando la nave, tripulada por N. Armstrong (que más adelante sería el primer hombre en pisar la luna) y D. Scott, comenzó a rotar sin razón aparente, dejándolos casi sin conocimiento. Aunque el más trágico de todos fue el incendio del Apolo 1, pues sus tres tripulantes perdieron la vida durante una prueba rutinaria; una chispa en el interior de la cabina prendió a causa del oxígeno puro, lo que desencadenó un fuego mortal.
Aunque en aquellos años fuera más seguro ser un astronauta estadounidense que uno soviético, ambas opciones entrañaban grandes riesgos. Por esta razón, los pioneros en el espacio deben ser considerados verdaderos héroes, pues se atrevieron a alcanzar los sueños de nuestros antepasados sin considerar que viajaban en poco más que pesadas latas, con cientos de toneladas de explosivos bajo sus asientos. Si yo tuviera ocasión de elegir –espero que se me perdone la cobardía–, prefiero la tecnología actual, aunque a costa de renunciar a ser el primer hombre en hollar la superficie lunar.
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