Uno de los pasajes más bellos e impactantes de Ébano es aquél en el que Ryszard Kapuściński hace caer en la cuenta al inadvertido lector occidental que no ha tenido la fortuna de visitar el continente africano de que el sentido del tiempo difiere según el estilo de vida. Y lo hace en magnitudes abisales si comparamos cómo contempla el paso del tiempo un africano medio que espera tranquilamente el paso de un transporte en mitad de una carretera durante horas o días sin inmutarse y cómo se le escurre a occidental que vive en una urbe frenética primermundista y plagada de neones.
Los últimos meses en los que la sensación sobre el paso del tiempo ha cambiado de forma tan notable nos han enseñado que tal vez ha llegado el tiempo de plantearnos si estamos acertando con nuestro modo de vida a quienes habitamos en pisos a 40 metros del suelo, pitamos impacientes al coche que nos precede para que no se nos cierre un semáforo o criticamos entre dientes a la anciana que con dificultad busca los ocho céntimos que le faltan para pagar la barra de pan en el supermercado.
No son pocos los que se plantean ahora salir de la ciudad e instalarse en un entorno más agradable, con un pedazo de tierra forrada de verde en el que deleitar la vista petrificada por los píxeles del ordenador y estirar las piernas un poco en el caso de encierro sanitario.
El frenético devenir ha llevado a muchos a posponer sus planes más vitales al penúltimo lugar de sus listas de tareas, sepultados bajo las urgencias laborales que, si tienen una importancia indubitable, no constituyen, ni de lejos la esencia más primaria de nuestra existencia.
Pero no es menos cierto que existe una paradoja en todo esto. Las prisas con las que habitualmente vivimos los urbanitas primermundistas contrastan con la procrastinación generacional para otros asuntos que necesitan de un tiempo suficientemente extenso para madurar y alcanzar un éxito razonable.
Las prisas nos han llevado a abandonar el necesario cultivo de la amistad reposada y sustituirlo por un simulacro de amistad cibernética y emoticónica que se mantiene de forma artificial.
El frenético devenir ha llevado a muchos a posponer sus planes más vitales al penúltimo lugar de sus listas de tareas, sepultados bajo las urgencias laborales que, si tienen una importancia indubitable, no constituyen, ni de lejos la esencia más primaria de nuestra existencia.
Y así, se podría seguir con otras facetas de la vida. De tal manera que las prisas y las urgencias llevan en el zénit de la paradoja a retrasar tareas que, años más tarde, se complican enormemente.
Pienso en particular en quienes, habiendo hecho “dejación de funciones” de manera intencionada por priorizar las prisas, se enfrentan años después a la urgencia de procrear en mucho peores condiciones físicas. Y claro, la tentación de tomar atajos se presenta con fuerza. Atajos que son, no en vano, formas de recorrer de prisa lo que debería haberse transitado a su debido tiempo. y que tienen consecuencias con nombres como vientres de alquiler, fecundación in vitro, congelación de embriones, donación anónima de esperma, reducción embrionaria, selección de embriones, eugenesia, etc.
Así las prisas te hacen errar al principio y al final, porque no son buenas consejeras.
¿Qué te pareció este artículo? Deja tu opinión: