El Adviento nos anuncia un nuevo año litúrgico y nos ofrece un nuevo calendario 2022. Recuperar la normalidad de la vida en estos momentos de zozobra y angustia es volver a«vivir con más intensidad la comunidad». Aunque nos falte a veces la presencia física de las personas, la oración mutua es la más efectiva red social que nos comunica.
La pandemia del Covid-19 ha sacudido nuestras comunidades, quizás incluso a nuestras familias y por supuesto a toda la humanidad. El papa Francisco nos ha dejado un pensamiento muy sugerente: «No podemos olvidar las lecciones de la historia, maestra de la vida. Ojalá que tanto dolor no sea inútil… y descubramos que nos necesitamos y nos debemos los unos a los otros» (Francisco, Fatelli tutti, n. 35).
La contemplación de una parábola nos va a ayudar a regenerar en nosotros las virtudes necesarias para «recuperar una sana normalidad».
La parábola del grano de mostaza o «La fuerza de lo pequeño»
Recordamos la sencilla parábola del grano de mostaza. Es la más pequeña de las semillas y sin embargo cuando crece, lentamente, se convierte en un árbol en suyas ramas anidan los pajarillos.
Vivimos en una sociedad que sueña de grandezas, edificios megalíticos, viajes interplanetarios… y quizás la pandemia nos ha hecho tomar tierra y cargarnos de realismo: somos débiles, poca cosa… como un grano de mostaza… Sin embargo, podemos ser grandiosamente útiles. En la aparente debilidad de las ramas de nuestra vida se pueden posar pajarillos: yo puedo ser el sostén de otras personas. La debilidad de nuestra propia comunidad o parroquia hoy, en la que somos menos y mayores, puede ser el apoyo de muchas personas en momentos de incertidumbre. Dios nos «salva en racimo», como las uvas: cada uno tira del otro… No convirtamos en ídolos la cantidad o la calidad aparente, el Evangelio nos muestra la predilección de Jesús por los sencillos de corazón y él mismo siempre fue seguido por un «resto», una pequeña comunidad de fieles discípulos que no superaban la treintena… Entre ellos un grupo de mujeres.
Hoy, la pequeñez, la aparente debilidad de nuestra comunidad se convierte en parábola, para descubrir que la auténtica fuerza nos viene del Señor. Dios no mira el número de seguidores sino que reclama la calidad de nuestra relación con él, una vida de amistad, una vida teologal viva: «fortaleza en la fe, seguridad en la esperanza y constancia en el amor».
«Nos debemos los unos a los otros»: Trabajemos unas virtudes esenciales
Hoy, arropados por la comunidad, necesitamos cogernos de nuevo a la mano de Dios y notar su presencia en medio de la tormenta de la vida. Necesitamos, hoy, fortalecer unas virtudes esenciales, potenciar unas actitudes vitales que nos ayuden a vivir mejor y hacer la vida más amable:
- Descubre que la confianza es más que el optimismo. No tenemos razones para el optimismo. Pero sí tenemos motivos para ahondar nuestra confianza en Dios, domesticando nuestras ansiedades del presente y nuestros miedos del futuro: el amor irrevocable de Dios Padre, la energía de la Resurrección del Señor y la actividad incesante del Espíritu en la historia son cimientos sólidos para la confianza.
«Confiemos a la misericordia de Dios el pasado y a su providencia el futuro individual y comunitario».
- Busca la fidelidad antes que el éxito. La dureza del corazón ante Dios es un fenómeno de todos los tiempos. Jesús la comprobó intensamente en su vida pública. Fue quedándose poco a poco casi solo. Su experiencia humana fue comprendiendo cada vez mejor que el Padre le pedía fidelidad, no éxito inmediato. Hemos de sembrar mucho para recoger poco.
«Pidamos a Dios el gozo de la fidelidad en un tiempo de escasa fecundidad, de poco éxito».
- Trabaja tu responsabilidad y expulsa el culpabilismo. Todos estamos llamados a ser testigos del Evangelio. Pero hemos de asumir que no somos responsables del bien que no podemos hacer ni del mal que no podemos evitar. En consecuencia hemos de eludir el culpabilismo. No tenemos nosotros toda la culpa, ni mucho menos, del debilitamiento de nuestras comunidades, ni de la apatía religiosa de muchos, ni del éxodo de los jóvenes. El culpabilismo es peligroso, envenena.
«Seamos simplemente responsables, evitando el culpabilismo malsano».
- Goza la esperanza y vence la nostalgia. Todos solemos sentir la tentación de la nostalgia de los tiempos de esplendor. También en nuestras comunidades hay nostalgia del pasado. La sintió Israel en los días de exilio y apretura: «Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos a llorar acordándonos de Sión…» (Sal 137). La esperanza nos arranca de una melancólica reflexión sobre el pasado personal y comunitario y nos levanta la mirada al futuro. La esperanza es una virtud elegante.
«Trabajemos en la construcción del futuro inmediato posible y preparemos el futuro definitivo».
- Piensa que la paciencia es enemiga de la prisa. Los procesos de conversión son lentos y laboriosos y las prisas suelen interrumpirlos en vez de madurarlos. La paciencia espiritual y pastoral, hija de la virtud de la esperanza, nos es necesaria. «Ved cómo el labrador aguarda el fruto precioso de la tierra esperando con paciencia las lluvias tempranas y tardías. Pues vosotros, lo mismo: tened paciencia y buen ánimo, porque la venida del Señor está próxima» (St 1,7-8).
«Evitemos el estrés que paraliza y alentemos la paciencia cristiana que es orante y activa».
- Aprecia lo pequeño frente a la ambición de lo grande. El aprecio por lo pequeño no es un «premio de consolación» para cuando no podemos alcanzar «lo grande». Lo pequeño y los pequeños tienen nobleza evangélica: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes y se las has dado a conocer a los sencillos». (Mt 11,29). El mismo Jesús nace a la vida en lo pequeño de un pesebre y la entrega al Padre en el aparente fracaso de la Cruz.
«Rechacemos la soberbia de creernos los mejores y seamos meros instrumentos de la gracia Dios».
- Invitados a sanar y no a condenar. Vivimos en «las miserias de la abundancia»; somos una comunidad de heridos: enfermedad, muerte, desamor, angustia por los hijos que se tuercen…. Una humanidad así necesita más compasión que condena. Estamos invitados a prolongar la acción del Buen Samaritano. Las heridas de Jesús «nos han curado» (1Pe 2,24) y nosotros podemos sanar, incluso a través de nuestras heridas, confesando nuestros pecados y acogiendo a los pecadores.
«Seamos humildes: más compasivos que críticos y más misericordiosos que censores».
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