Lo de estos últimos días de cara a las celebraciones de Navidad ha sido como un videojuego. El hecho tan cotidiano como transcendente de sentarse con la familia a la mesa para compartir las viandas más apañadas que cada uno pueda permitirse, con motivo del único nacimiento que ha cambiado la historia, se ha convertido casi en una pesadilla de pruebas infinitas, sospechas continuas y llamadas de familiares con tintes amenazadores.
Es cierto que los contagios se habían disparado entonces. Tanto como que el índice de ingreso hospitalario por esta causa a pocas horas de la Nochebuena era de un 2%. La posibilidad de terminar atendido en una UCI sólo del 0,2%.
Pero el miedo es libre y la inmensa mayoría de los grandes medios de comunicación se habían propuesto además inoculárnoslo a cuenta de la variante omicrón del virus que nos acompaña desde hace dos años.
Y en buena medida lo han conseguido. La sospecha se extendió por doquier sobre cualquiera con el que uno se cruce -así sea de forma casual y lejana-, con más velocidad si cabe que se expande el microorganismo de marras.
Así han conseguido algo aún más peligroso que el Covid-19: sembrar la discordia y la desconfianza incluso en el interior de las familias, el templo sagrado de la sociedad en el que el amor debe ser la ley.
Me pregunto si de cara al año que viene no deberíamos dejar de hacernos propósitos bobalicones, faltos de toda raigambre y verdadera determinación. Si no deberíamos, yo el primero, darle la vuelta a nuestra mirada inquisitorial y comenzar a sospechar en serio, de manera fructífera.
Es desde ese punto de vista crítico e introspectivo desde donde podemos observar al otro con una mirada más tierna, flexible, cariñosa, caritativa y misericordiosa
La única sospecha que puede ser fuente de beneficio personal y comunitario no es otra que la que se cierne como foco de interrogatorio sobre uno mismo. Sospechar de uno mismo es una de las vías más eficaces de evitar mucho dolor personal y ajeno por las incomprensiones, los fracasos, las derrotas y las meteduras de pata.
Más allá de lo que vivimos a cuenta del Covid-19, es necesario que este año que comienza nos pongamos como meta profunda y de largo alcance desconfiar de nosotros mismos, muy en especial cuando tengamos desencuentros con otras personas. Antes de juzgarlas, descargarnos de culpa y sentenciarlas con la rapidez con que esquilmamos las bandejas de dulces navideños, seamos nuestro mejor fiscal.
Este planteamiento no disimula ni disminuye la responsabilidad que pueda hallarse con verdad a cargo del otro. Pero el ser humano crece en la relación, cuando se establece un acto creativo en ese espacio, en ese «entre» tú y yo. Y ese encuentro no es posible desde la soberbia, la falta de humildad, la prepotencia, la altanería, la vanidad o el engreimiento.
Ojalá este 2022 la sospecha cambie de bando. Porque nos llenaremos de confianza al reconocer nuestra debilidad, nuestra falibilidad, nuestro tropiezo. Es desde ese punto de vista crítico e introspectivo desde donde podemos observar al otro con una mirada más tierna, flexible, cariñosa, caritativa y misericordiosa. Una mirada que no rehúye la verdad sobre el bien y el mal ni el juicio ético que sea oportuno, pero que siempre deja abierta una rendija a la esperanza y desea el encuentro que salva.
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