Reconozco que siempre le he tenido un poco de alergia a todo lo que se mueve alrededor del 14 de febrero y el día de san Valentín. Durante años, incluso, presumía de no celebrar esa fecha comercial y aburría a quien se dejara con un discurso sobre la inconsistencia de celebrar un día especial del amor. Era fácil defender que de nada vale tener un detalle romántico un día si el resto del año no se es coherente o no hay un compromiso sostenido de amar.
Creo que al menos en gran parte ese razonamiento sigue siendo válido. No hay más que ver la deforme forma en que es comprendido el amor, muy lejos de su verdad como lenguaje de unidad y complementariedad entre hombre y mujer. No creo que sea muy necesario exponer con detalle las cifras de fracasos matrimoniales ni subrayar el hecho de que el contrato matrimonial sea uno de los más débiles del sistema jurídico español, de tal forma que es más fácil acabar con él que darse de baja de la compañía telefónica. Y dejaremos a un lado también las tergiversaciones sobre el concepto del matrimonio y del amor tan en boga en estos tiempos convulsos encabalgados a las grupas de la ideología de género.
En la misma línea que se puede advertir en buena medida en las semanas previas a la Navidad, otra fiesta muy tergiversada, y cuando aún está media humanidad luchando por quitarse los kilos de más acumulados a base de mazapanes, turrón y polvorones, comienza la avalancha de mensajes publicitarios y ofertas de todo tipo usando como palanca al bueno de san Valentín.
¿Y quién era? Aunque hay más de un santo con ese nombre, la tradición más extendida nos habla de un sacerdote de la diócesis de Roma que, durante las persecuciones del siglo III de la era cristiana, casaba en secreto a parejas de novios que, de otra manera, hubieran sido rechazados o señalados. Aquel sacerdote fue martirizado por proteger el sacramento del matrimonio, ese al que está llamada la inmensa mayoría de la población.
Pese a la comercialización de la fecha, he cambiado mi modo de pensar. Ahora, lejos de darme alergia la fecha, creo que debemos recuperar la verdad del amor y proponerla al mundo. En numerosos lugares se ha promocionado, frente al horror del tenebroso Halloween, una apuesta por la celebración del Día de Todos los Santos que, en un juego lingüístico anglosajón, ha sido bautizada como Hollywins (Los santos ganan). En ella se anima a que los niños utilicen en esos días disfraces de santos mejor que de fantasmas, demonios, sátiros, brujas y demás especímenes oscuros.
Del mismo modo, se hace necesario emprender una reconquista del sentido y la verdad de la fiesta de San Valentín y, en esencia, del amor humano que tiene su naturaleza, su lenguaje, sus medios y sus fines, fuera de los cuales no se puede llamar propiamente amor humano.
Sí, claudico. Después de años renegando del circo de consumismo y confusión que ha secuestrado al santo, me declaro decidido defensor de San Valentín y de su obra de custodia del amor humano entre hombre y mujer. Me rindo a San Valentín.
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