Febrero comienza con la fiesta de la Presentación de Jesús en el Templo, fiesta de las candelas… El anciano Simeón contempla la escena entrañable de José y María con el Niño en sus brazos en el atrio del Templo y tomando al Niño en sus brazos, ve cumplida la promesa que Dios le hizo de que no morir sin ver al Salvador. Y exclama: Ahora, Señor, según tu promesa puedes dejar a tu siervo irse en paz porque mis ojos han visto al Salvador…
Pero también profetiza a su Madre que una espada de dolor le atravesará el alma,
anunciando la muerte del Hijo en la Cruz. Al gozo del Templo se añade el dolor de la Cruz: alegría y tristeza siempre caminan juntas.
Vivimos tiempos en los que las alegrías parecen difuminarse y se acrecienta el dolor. La pandemia que nos rodea, como la humedad que acrecienta la sensación de frío, también agiganta los sufrimientos: hablamos más de enfermedad y muerte que de salud y vida. El miedo ha echado las cortinas de nuestra vida y vivimos un poco en penumbra: soledad y aislamiento, falta de vitalidad y de proyectos para mañana. Necesitamos una terapia que nos ayude a vencer esta situación que más allá de una enfermedad física se ha convertido en un estado de ánimo que se contagia por el comentario presencial o en las redes, aunque llevemos la mascarilla y estemos a metros de distancia.
¿Por qué no trabajar una terapia de grupo?
La terapia de grupo se centra en las interacciones que se producen en un grupo, el cual se convierte en un espacio para ventilar los problemas de cada uno de los miembros y hallar solución a los mismos. Este trabajo está dirigido a ayudar a las personas a resolver sus conflictos, reencontrar el equilibrio emocional, estimular su crecimiento personal, potenciar sus habilidades sociales y dotarlas de las herramientas que necesiten. La terapia de grupo es tan eficaz porque las personas sienten que no están solas con su problema y se rompe el aislamiento voluntario al que muchos se habían sometido: la posibilidad de compartir emociones y pensamientos sin miedo a la crítica fomenta la cohesión grupal y la estabilidad psicológica de sus miembros.
Los creyentes tenemos una excelente terapia de grupo a nuestro alcance: la terapia de
comunidad. El grupo es una reunión de personas muy diferentes que se reúnen por intereses y objetivos comunes a conseguir: grupo de canto, grupo deportivo. La comunidad en cambio es una reunión de personas que se agrupan y protegen no por lo que quieren conseguir sino por lo que realmente son: la comunidad cristiana se agrupa porque sus miembros son hermanos, hijos de un mismo Padre y su felicidad no están tanto en conseguir algo como en disfrutar de lo que son. Ser miembro de una comunidad cristiana rompe la soledad y alivia el sufrimiento individual al
sentirme acompañado y protegido por los hermanos: la celebración de la fe en la comunidad del domingo, el rezo conjunto de un rosario, el WhatsApp compartido con una plegaria, la reflexión intercambiada en internet, me hacen sentir la presencia de la comunidad a la que pertenezco. En una comunidad, nadie está solo: cada uno somos mirados con el amor entrañable del Padre y somos estrechados, sin tocarnos, por el amor fraterno.
Esta terapia de comunidad requiere que sus miembros se revistan de las cualidades que aconseja san Pablo a la comunidad de los Efesios: os ruego que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados. Sed siempre humildes y amables, sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor, esforzándoos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz.
Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la esperanza de la vocación a la que habéis sido convocados. Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todos, que está sobre todos, actúa por medio de todos y está en todos (Ef. 4,1-6).
Si cada uno de nosotros nos revestimos de estas cualidades nos ayudaremos a sobrellevar y superar esta pandemia. Potenciemos la terapia de comunidad. La tenemos a nuestro alcance.
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