A todos nos pasa: a veces no logramos dar con los términos que expresen con suficiente precisión nuestros pensamientos. Esto resulta incluso más frustrante cuando queremos transmitir esa idea a un tercero y nuestra pobreza léxica impide que el interlocutor la capte con claridad.
En vez de reconocernos ignorantes, es posible que culpemos a la Lengua española de carecer de palabras suficientes. Pero lo cierto es que el diccionario de la Real Academia cuenta con 88.000 vocablos, lo que evidencia que nuestra torpeza expresiva no compete al castellano sino a sus usuarios por su desconocimiento del mismo.
Nos resignamos a utilizar el número de palabras indispensable para “sobrevivir” y repetimos, día tras día, un rango ínfimo de términos. Además, nos es indiferente si se adecúan o no a la ocasión, pues o no conocemos otro recurso o nos abstenemos de utilizarlo por miedo a quedar de resabidos –lo que es un pecado mayor–. A pesar de todo, es una lástima que no seamos conscientes de esta lacra. Es más, me atrevo a afirmar que muchos de los lectores de este artículo no se han parado a pensar que su vocabulario está más seco que el Sáhara.
Quizá alguien se pregunte cuál es el beneficio que obtendría de un mejor conocimiento del léxico. En tal caso, le invito a que analice su propia vida y las ocasiones en que la falta de dominio del lenguaje le ha supuesto un obstáculo o, por el contrario, una ventaja.
Se me ocurre, por ejemplo, la importancia de las palabras para convencer –tanto a los amigos como a quien nos concede una entrevista de trabajo–, también para fortalecer argumentos o para emocionar y conectar con aquellos que nos rodean. Asimismo, un buen control del idioma nos permitiría llenar de vida los escritos, los trabajos académicos, las conversaciones y las disputas. La Lengua es el pincel que colorea la vida. Por otra parte, ¡cuántos malentendidos evitaríamos mediante la riqueza de nuestro vocabulario! Las interrelaciones serían más sencillas y, a la vez, intensas y fructíferas.
Abro un paréntesis para subrayar que, por amplio que sea nuestro léxico, siempre habrá cosas que de ninguna forma podamos describir. Es una secuela de la pequeñez del ser humano: nuestro lenguaje, aún con sus 88.000 palabras, no alcanza a expresar toda la variedad de pensamientos y emociones que cruzan la mente e invaden el corazón. En la misma línea, el dominio de la Lengua no es, ni mucho menos, necesario para gozar de una vida plena, pero contribuye a una mayor profundización en el misterio de la existencia, de las relaciones y del saber. Claro que dichas afirmaciones son compatibles con la tesis del presente texto, esto es, con la seguridad de que estamos muy lejos de maximizar el provecho de nuestros recursos lingüísticos, por pobres y limitados que estos sean.
Cuando era pequeña, leí un libro titulado El paquete parlante. Su protagonista era un loro -de nombre Loro, por cierto- que ostentaba el cargo de “Guardián de las palabras”. Una vez al año, Loro tenía que recitar las voces del diccionario para que todos los términos hiciesen “el ejercicio imprescindible”. Así evitaba que desaparecieran por desuso. Pero su labor más importante consistía en utilizar el mayor número de palabras en su vida cotidiana, porque estas… ¡se aburrían tanto sentaditas entre las páginas! Ojalá hiciésemos como aquella ave exótica para convertir en armonioso nuestro paso por el mundo.
Uno de los infinitos placeres de la vida se da cuando logramos transmitir un mensaje con precisión -me atrevería a decir que es casi tan satisfactorio como rascarse el tobillo cuando nos pica-. Pero no es un gusto al alcance de todos, sino de aquellos valientes que se atreven a bucear por el inmenso y vivo océano de las palabras.
María Pardo Solano
Ganadora de la XIV edición de Excelencia Literaria
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