A medida que uno va cumpliendo años empieza a rescatar juegos y pasatiempos que mantienen despierto el cerebro. Las palabras cruzadas, el sudoku, y otros muchos ejercicios que entrenan la viveza de la masa gris. Un clásico es sin duda el juego de triles. Una mesa con 3 vasos iguales boca abajo y solo uno de ellos esconde una bolita. La clave está en no perderla de vista para que tras el rápido movimiento que el trilero hace de los vasos, el que observa señale aquel que esconde el pequeño objeto en cuestión.
Sin embargo este inocente juego ha pasado a la historia por ser una de las mayores y mejores estafas de las apuestas callejeras. A pesar de mantener la mirada fija en ese minúsculo objeto que el trilero se encarga de marear, el arte de los triles se basa en un genial juego del despiste. Hay multitud de formas de engañar al otro. El trilero puede levantar sutilmente el vaso y atrapar la bolita entre su anular y su corazón. Otra forma sería cambiar el objeto de lugar juntando los vasos y arrastrando de forma lateral la bolita de un recipiente a otro. También cabe la opción de contar con un tercer individuo que sea capaz de desviar la atención del jugador, dándole así la partida al trilero.
La cuestión es que el que observa se olvide de donde está la pelota, que no sepa ni si quiera si ésta se ha esfumado. Cuando el juego termina y el vaso señalado no esconde nada, uno se siente mal porque el juego es bien sencillo. Pero cuando te das cuenta de que te han engañado, ahí ya es el no va más.
Pues así parece estar la sociedad española, jugando a los triles con un trilero que se está llevando por delante mucho más que dinero. Cada cuestión fundamental que atañe a la educación, a la salud y la libertad personal de cada ciudadano parece acompañarle un movimiento que desvía la atención de la opinión pública para que se hable de otros temas más livianos pero que hacen mucho ruido.
Estamos viviendo una legislatura histórica cuyas medidas modifican sustancialmente la vida de las personas. Leyes a golpe de decreto que afectan a la presunción de inocencia, a la defensa de la vida en momentos de máxima fragilidad, leyes que no se ocupan de disminuir el dolor o el sufrimiento de los enfermos y dependientes, leyes que dividen y enfrentan a colectivos sean profesionales o sociales; la educación sexual, la guerra de géneros, la cultura woke y ya hasta el color de la piel de los protagonistas de una serie o película de ficción. La política se ha colado hasta en las estanterías de los supermercados marcando con letras y colores un paquete de galletas de avena.
Cada cuestión fundamental que atañe a la educación, a la salud y la libertad personal de cada ciudadano parece acompañarle un movimiento que desvía la atención de la opinión pública para que se hable de otros temas más livianos pero que hacen mucho ruido.
Me cuesta creer que esta forma de solapar la verdad con otros acontecimientos y anuncios triviales sea realmente intencionado. ¿Cómo funcionará el cerebro de quien engaña a sabiendas?
Estamos sobreviviendo a la generación que más despistados nos tiene de lo importante, redactando normas que encumbra las ideas por encima de las personas. Y aquí, como estómagos agradecidos, callamos y seguimos con nuestra rutina diaria de trabajo y casa con la mirada fija en la pantalla que nos quieren mostrar.
Nos cuesta cambiar de foco, alzar la voz ante lo injusto no vaya a ser que me toquen lo mío. Me viene a la mente ahora aquel poema de Niemöller en el que se lamenta de haber callado cuando el poder no perseguía a los propios.
La mentira y el engaño es sin duda un mal reconocido. Mentir está mal porque hace daño no solo al otro sino a uno mismo. Un estudio de la University College de Londres demostró en 2016 que la amígdala cerebral cambiaba al mentir provocando malestar, sin embargo esa sensación negativa desaparecía por completo cuando el engaño conllevaba un beneficio personal. Asimismo este análisis descubría que mentir de forma repetida provocaba una pérdida de sensibilidad a la honestidad y un aumento de cadena de falsedades.
Otro estudio de la Universidad de Notre Dame de 2012 afirma que las personas que dicen la verdad demuestra una salud más férrea que aquellos que ondean la mentira como bandera.
En cualquier caso ahora que acabamos de celebrar el Día Mundial del Alzheimer, y que tanto se habla de salud mental aun siendo la más descuidada de toda la sanidad, debiéramos recordar que cuidar del cerebro también pasa por decir la verdad, porque como bien dice el refrán: “Más vale una vez colorao, que ciento amarillo”.
Eso sí, con serenidad y calma, que para gritos ya tenemos el hemiciclo y su gallinero.
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