Decía Goethe que solo podemos dejar a nuestros hijos un legado duradero: raíces y alas. Este regalo antropológicamente imprescindible solo puede ser concedido desde la familia, entendiendo por tal aquella cuya esencia está constituida por la unión amorosa de un hombre y una mujer con pretensión de permanencia en el tiempo. Esta esencia es lo que la hace reconocible como tal, sin ella se desnaturalizaría; será otro tipo de institución —legal y, en ocasiones, legítima—, pero, aunque nos empeñemos en denominarla familia, no será tal. El núcleo esencial de la familia no lo componen las relaciones verticales o de sangre —hijos, abuelos…—, sino la relación horizontal entre un hombre y una mujer que, con plena libertad, se han atado por amor. La esencia es, como señalaba Aristóteles, «aquello por lo que una cosa es lo que es», al margen de la norma o la ley.
Para comprender esto debemos partir de un concepto de ser humano en el que el sexo es constitutivo de la persona y para el cual la alteridad sexual es un fundamento antropológico esencial que nos configura como hombre y mujer, y no un mero sentimiento susceptible de ser modificado según mis deseos autorreferenciales o mis sentimientos volátiles e inmaduros.
Raíces. La diferencia sexual engendra la diferencia generacional. Somos seres genealógicos hechos de memoria e historia; padre y madre son el prólogo en el libro de nuestra vida. Nos dan raíces que nos permiten comprender quiénes somos. La desestructuración de la familia deja al ser humano sumido en el caos, en el no-tiempo, y le vuelve desagradecido con las generaciones pasadas e insolidario con los aún no nacidos. Cualquier otra unión podrá ser muy lógica, pero en ningún caso será genealógica. ¿Quién soy yo? Esta pregunta es el aullido emocional más extendido en la sociedad actual por la ausencia de raíces, por la mutación de los fundamentos antropológicos, por la alteración de los principales códigos simbólicos y el aprendizaje social que nos aportaba la familia y que nos permitía desarrollar una conciencia sólida de las relaciones interpersonales más elementales.
Alas. Otro de los motivos fundamentales para defender el núcleo esencial de la institución familiar es la preservación de la propia libertad del ser humano, pues esta requiere un comienzo absolutamente indisponible. Algo que únicamente resulta posible cuando los hijos son el subproducto del amor sexuado de sus padres. O, en expresión de Hadjadj, cuando son concebidos «a la antigua». En otros casos —la unión de dos hombres, dos mujeres, o la paternidad y maternidad de propósito en soledad— la vida resulta programada, el hijo no es acogido sino buscado, y la tecnología sustituye a la genealogía.
La Comisión de Bioética advierte de las consecuencias psíquicas desfavorables para el hijo cuando viene sometido a una relación de dominación con un destino predeterminado —dar sentido a mi vida, llenar mis vacíos existenciales, acompañarme en mi soledad—. En estas circunstancias, la vida es un producto de consumo emocional, viene al mundo «con sensación de insensatez y superficialidad» (Recalcati), y el hijo sufre lo que Habermas denomina «un menoscabo de su autocomprensión moral», que tendrá consecuencias psicológicas y sociales sobre generaciones venideras.
La familia es pertenencia, pero también errancia, y cuando los hijos vienen como un efecto secundario de la actividad sexual amorosa de sus padres, estos saben que comienzan a perderlos desde que nacen y, aunque son sus custodios, son capaces de regalarles la aventura; la libertad como regalo de amor.
Los que destruyen la familia «no saben lo que hacen, porque no saben lo que deshacen» (Chesterton). Por el bien del ser humano y de la sociedad, es urgente volver al origen, a su esencia más pura, arraigada sobre los cimientos de la civilización occidental que hoy se resquebrajan. La familia no tiene nada de ideal, es imperfecta y muchas veces caótica, pero ha sobrevivido durante siglos porque constituye el entorno más adecuado para la libertad del ser humano, lo que favorece su enorme funcionalidad social, al margen del tiempo, espacio, creencias e ideologías.
La ley española confunde la verdad objetiva con la verdad individual y subjetiva. La razón cede a la compasión, en una sociedad sensiblona y emotivista, al otorgar un marco jurídico uniforme a relaciones que no tienen la misma naturaleza que la relación hombre y mujer en el matrimonio, pues esta se basa en una alianza que constituye el fundamento del vínculo social, con una dimensión universal a partir de la cual la sociedad puede organizarse y desarrollarse de la mejor forma posible. Esta ley corre el riesgo de promover un monstruo normativo que añadirá incoherencia a la situación actual y traducirá en términos jurídicos problemas singulares afectivo-sexuales, participando en la fragmentación de la sociedad, al destruir la base antropológica de la familia, sin haber medido honestamente las consecuencias sobre la psicología de los individuos y la entera sociedad; es el colapso del ecosistema humano.
Es urgente volver a la esencia de la familia y atender a la exhortación que, de forma profética, hizo Juan Pablo II: «¡Familia, sé lo que eres!». Sé, en definitiva, el cimiento carnal de la trascendencia.
Publicado anteriormente en Alfa & Omega
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