La noticia de la muerte de un Papa, siempre se solapa con la quiniela sobre quién será su sucesor. La muerte de Juan Pablo II, tan mediática como su pontificado, disparó también las conjeturas sobre quién ocuparía la sede de Pedro. El nombre de Ratzinger sonaba, pero quizás su edad, 78 años, parecía un impedimento mayor. Sin embargo, cuando se abrió el balcón de la basílica de san Pedro, el 19 de abril de 2005, apareció vestido de blanco un hombre aparentemente frágil, tímido, de gestos contraídos y mirada limpia que había adoptado el nombre de Benedicto XVI. Un vaticanista sentenció: «la iglesia no podía perderse este Papa».
Suceder al papa Wojtyla, no parecía ser tarea fácil: Ratzinger comenzaba su pontificado con el viento en contra, ¿cómo ser obispo de Roma después de casi 27 años del panorámico Juan Pablo II y su enorme legado? Sin embargo la sabiduría de Benedicto XVI encontró el secreto: la fidelidad a sí mismo. El cardenal Ratzinger había prestado grandes servicios a la Iglesia, colaborando con Juan Pablo II desde la Congregación para la Doctrina de la fe, un servicio no fácil y muchas veces ingrato, siempre lastrado por su nombre anterior: el Santo Oficio. Ser el guardián de la fe y evitar que la sal no se corrompa le granjeó a Ratzinger un halo de mano dura, de cierta intransigencia, de tradicionalismo rancio… ¡Nada más lejos de la realidad!
Mirar los ojos de alguien es entrar en su interior. Siempre me ha llamado la atención la mirada clara de Ratzinger: sus ojos pequeños te miran con limpieza y dejan adentrarte en su interior. Mirar a los ojos a Benedicto XVI te revelan a un hombre sabio y poliédrico, con la solida base de un humanismo renacentista y el halo espiritual de la mejor mística; alguien que supo unir las disyuntivas en síntesis creativas: pastor y teólogo, enérgico defensor de la verdad y dialogante con la cultura, sublimidad de pensamiento y sencillez en su exposición, alta espiritualidad y piadosa vivencia. La mirada de Benedicto XVI siempre abarca una perspectiva difícil de lograr: una mirada interior profunda y una mirada exterior de amplio horizonte.
El cardenal Ratzinger, cuando estaba empaquetando sus pocas pertenencias, para gozar de una jubilación ansiada en su Alemania natal con su piano y su lectura, fue requerido para pilotar la barca de Pedro, nuestra Iglesia, en uno de los momentos más complejos y tormentosos de su historia. Su pontificado no ha sido largo, pero sí intenso. «El humilde servidor de la viña del Señor», como él mismo se presentó en público, lejos de ser un Papa de transición por su edad, sostuvo una ardua tarea: afrontó con valentía los principales y más tristes escándalos de pedofilia y abuso sexual dentro de la iglesia, alertó sobre la necesidad de abordar la crisis de las faltas de las vocaciones, reafirmó el diálogo interreligioso con religiones cristianas y no cristianas, tendió puentes con la cultura alentando el diálogo razón y fe, nos sorprendió con hermosas catequesis cargadas de profundidad y sencillez teológica, se esforzó por los encuentros públicos y midió muy bien el alcance de sus viajes, selectivos pero cargados de simbolismo para la evangelización.
Dos legados nos deja Benedicto XVI, que harán que su memoria sobreviva al natural olvido de los años: su magisterio teológico y el hecho grandioso de su renuncia. Ratzinger ha sido uno de los grandes pensadores que ha llevado la reflexión teológica al paso del siglo XXI: los veinte tomos, de casi mil páginas cada uno, que abarcan sus Obras Completas, serán de obligada lectura para el desarrollo del pensamiento cristiano. Sus reflexiones sobre el Concilio Vaticano II y sobre la Iglesia, refrescan sus cimientos; su magisterio sobre la Liturgia, la centran en la profundidad del misterio que se celebra; su cristología nos presenta a Jesús de Nazaret, en la riqueza de su humanidad y en la profundidad de su divinidad… Obras clásicas como «Introducción al cristianismo» o «Jesús de Nazaret», entran en la estantería particular de los clásicos. Sus homilías y reflexiones sobre el Año litúrgico, son fuente de inspiración por las que no pasa el tiempo. A todos nos sorprendió su primera encíclica; cuando todos esperábamos una extensa reflexión filosófica y teológica, nos dice brevemente una gran verdad: «Dios es amor». Una cita de su primer número ha quedado como una introducción imprescindible para hablar de la fe: «no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva». Su magisterio pontificio se ha centrado siempre en lo esencial: los mejores maestros son quienes son capaces de hacer grandes síntesis.
Con estas sencillas palabras, manifestó Benedicto XVI su renuncia al pontificado, el 11 de febrero de 2013: «He llegado a la certeza de que mis fuerzas, debido a mi avanzada edad, no se adecuan por más tiempo al ejercicio del ministerio petrino. Con total libertad declaro que renuncio al ministerio de obispo de Roma y sucesor de Pedro». Una decisión profética y conveniente, que abrió los ojos de la Iglesia como institución a la modernidad. Este gesto será valorado en su justa grandeza con el paso del tiempo.
En una de sus últimas entrevistas, cuando apenas podía caminar, el Papa emérito reconocía «que estaba haciendo el camino a casa». Ya ha llegado a la meta, a la casa del Padre, siendo abrazado por Dios de quien tanto nos habló, mirando y dejándose mirar por Jesús a quien tanto amó. La muerte es el último abrazo del amor de Dios por los hombres. ¡Gracias papa Benedicto!
Artículo publicado anteriormente en el Diario Sur.
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