Febrero es un mes singular. Es el más corto del calendario, que periódicamente se rebela y nos sorprende con el regalo de un día más de vida: ¡año bisiesto! Suele hacer frío en febrero: la nieve es un paisaje frecuente y el aire nos abofetea sin pudor. Los días no son largos, y los atardeceres a veces pintan el crepúsculo de tonos rojizos, casi incandescentes. Febrero invita no solo a estar en casa, sino a disfrutar del calor del hogar. ¿Cómo conseguirlo?
Hay recuerdos de infancia que quedan grabados en la memoria y que superan la agresividad de cualquier modalidad de alzhéimer: físicamente involuntario o emocionalmente pretendido. Uno de los recuerdos amables de mi niñez es la «mesa camilla». Febrero es un mes especialmente propicio para la llamada hogareña de este humilde mueble, escondido bajo un faldón y con especial capacidad de convocatoria.
En torno a la mesa camilla, he gozado de las miradas más gratuitas cargadas de cariño; he disfrutado, a carcajada limpia, de los mejores diálogos sin cesura y a lengua suelta; me he recreado en la victoria infantil de un parchís o en la adolescente ganancia de un Monopolis; y también, congregado por la mesa camilla, he compartido del rezo de un rosario, a veces interrumpido por el sueño en el tercer misterio.
La mesa camilla congrega al interior del hogar; sentarse en ella, nos invita a superar la mirada tonta a la televisión, la mirada egoísta al móvil intrascendente, o la mirada de estrés al ordenador que impone el último trabajo o el penúltimo negocio. La mesa camilla tiene una especial capacidad de seducción: dirige nuestra atención sobre la interioridad y desde ella hacia la relación directa con los seres queridos, sin las barreras de lo virtual. Acostumbrados a hacer todo de golpe y compaginando varias actividades a la vez, convendría reivindicar «la cultura de la mesa camilla»: un estilo que nos detiene en lo esencial, mirando a la cara a las personas que queremos.
Acostumbrados a hacer todo de golpe y compaginando varias actividades a la vez, convendría reivindicar «la cultura de la mesa camilla»
La dificultad para rezar hoy, quizás tiene mucho que ver con el hecho de que, invadidos por sofisticados sofás, con mecanismos que nos abrazan individualmente, hemos arrinconado la hermosa sencillez de la mesa camilla y las viejas butacas. Una buena mesa camilla necesita de cuatro patas que le den estabilidad para soportar los brazos apoyados y las piernas que se cruzan bajo su faldón. Una mesa camilla consistente, caldeada por un calor interior, soporta una buena conversación. Y rezar es conversar, como decía Santa Teresa: «es tratar de amistad con quien sabemos que nos ama». Si consiguiéramos sentar nuestra vida ante una mesa camilla imaginaria con estas cuatro patas: tiempo, silencio, soledad y pobreza, seguramente nuestra oración fluiría como aquellas conversaciones de una noche de febrero, al calor del brasero familiar, bajo la mirada casi adormecida de la abuela.
Si conseguimos dominar el tiempo, para que él no nos domine: centrando la atención, razón y corazón, en lo que hacemos y no en lo que nos queda por hacer… esto es, detener el tiempo; si logramos soportar el silencio, el propio y el de los demás, sin la necesidad de tener que llenarlo con palabras vacías e intranscendentes… esto es, oír el silencio; si alcanzamos a gustar la soledad, que no es ausencia de personas sino el descubrimiento de que las necesitamos … esto es, no me basto solo; si obtenemos medir la pobreza no con los números rojos de la cuenta corriente sino con el déficit de amor que damos o recibimos… esto es, el amor no tiene precio porque se regala. Si montamos una mesa camilla con estas patas: tiempo, silencio, soledad y pobreza… es muy posible que fluya la oración, un diálogo de amistad con un Dios que nos ama como un Padre, que nos ama tanto que hasta se hizo hombre como nosotros, para sentarse en la mesa camilla de nuestra vida e invitarnos a dialogar con él.
Si febrero es corto en sus días, hagámoslo largo en su contenido: reivindiquemos la cultura de la mesa camilla. Sepamos conjugar tiempo, silencio, soledad y pobreza para entablar diálogos fecundos: diálogo con esas personas que queremos, con las que siempre tenemos una cita pendiente y que las prisas del no saber a dónde vamos, nos hacen almacenar en la agenda oculta de citas incumplidas; diálogo con el Dios que nos espera, con infinita paciencia, para que entablemos conversación: dirigirle la palabra a alguien es decirle «tú existes para mí» y puede ser la antesala de una amistad; incluso, diálogo conmigo mismo: a veces, tengo tan poco tiempo, estoy tan inundado de ruidos, convivo con tantas multitudes anónimas, y rodeado de tantas cosas superfluas que no soy capaz de sentarme conmigo mismo y dialogar.
No hay nada más molesto, para una buena tertulia o una comida, que una mesa que cojea… La estabilidad de la mesa camilla virtual de la oración, como la de la amistad, requiere el equilibrio de las cuatro patas: tiempo (saber detenerlo), silencio (gozarlo), soledad (descubrir la necesidad del otro) y pobreza (valorar lo que no tiene precio)… ¿Qué pata renquea en mi vida?
¿Qué te pareció este artículo? Deja tu opinión: