Es difícil asumir que, como afirmaba el filósofo alemán Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716), este mundo en el que vivimos sea «el mejor de los mundos posibles». Porque el mal, cuando es ingente e insoportable, cuando no cumple ningún propósito, es sencillamente incompresible. Pero también hay que reconocer que a menudo, mucho de ese mal es provocado por el ser humano mismo. Como ya se indicaba hace mucho tiempo en las Escrituras,
«Todo esto he visto al entregarme de lleno a conocer lo que se hace en este mundo y el poder que el hombre tiene de hacer daño a sus semejantes».- Eclesiastés 8:9, DHH.
A veces ese daño se concreta por horribles guerras, asesinatos, esclavitud, etc. Pero a menudo eso no es siempre tan obvio; el mal infligido a otros puede ser mucho más sutil, desgarrador, humillante y permanente. Por ejemplo, dentro del mundo laboral, en la explotación de unos hombres sobre otros. Simone Weil, alma sensible e inteligente, capaz de percibir el dolor ajeno como nadie, quedó impresionada por la situación de los obreros de su día, llegando a la conclusión de que ellos solos nunca podrían salir de su situación de explotación sin una revolución propia pero al mismo tiempo no violenta. A los 25 años pide una licencia y va a trabajar durante más de un año, junto a los obreros, como operaria manual en varias fábricas de la empresa Renault. Allí, en medio de duros trabajos y sufrimiento físico, llega a conocer en carne propia la difícil situación diaria de los trabajadores. Sobre eso escribiría:
“El obrero no sufre solo por la insuficiencia de la paga. Sufre porque está relegado por la sociedad actual a un rango inferior, porque está reducido a una especie de servidumbre. La insuficiencia de los salarios no es más que una consecuencia de esta inferioridad y de esta servidumbre. La clase obrera sufre por estar sometida a la voluntad arbitraria de los cuadros dirigentes de la sociedad, que le imponen, fuera de la fábrica, su nivel de existencia, y, en la fábrica, sus condiciones de trabajo. Los sufrimientos padecidos en la fábrica por causa de la arbitrariedad patronal pesan tanto sobre la vida de un obrero como las privaciones sufridas fuera de la fábrica por causa de la insuficiencia de los salarios… Para mí, personalmente, esto es lo que ha significado trabajar en la fábrica. Ha significado que todas las razones exteriores (antes las creía interiores) en las que para mí se basaba el sentimiento de mi dignidad, el respeto hacia mí misma, en dos o tres semanas han sido quebradas radicalmente bajo el golpe de una opresión brutal y cotidiana. Y no te creas que esto ha producido en mí movimientos de rebeldía. No, al contrario, la cosa que menos esperaba en el mundo de mí misma: la docilidad. Una docilidad de bestia de carga resignada. Me parecía que había nacido para aguardar, para recibir, para ejecutar órdenes; como si nunca hubiese hecho otra cosa, como si nunca hubiera de hacer otra cosa. No estoy orgullosa de confesar esto. Es el tipo de sufrimiento del que ningún obrero habla: duele hasta pensar en ello”.
Simone Weil se dio cuenta de que «hay muchos mundos, pero que todos están es este», que hay entornos tan oscuros y llenos de injusticia propiciados por el mismo hombre, que solo quien lo vive y experimenta en carne propia, lo sabe.
Crystal Lee Sutton
Sin duda podrían citarse infinidad de ejemplos más. Uno de ellos podría ser el de Crystal Lee Sutton (1940-2009). Nacida en Roanoke Rapids, Estados Unidos, empezó a trabajar en la fábrica textil J.P. Stevens, Carolina del Norte, donde se dedicaba a recargar las cabezas de los telares por un sueldo mísero. Provenía ya de una familia de padres y abuelos trabajadores textiles. Crystal recuerda su primer día de trabajo:
«Recuerdo mi primer día. Había tanto ruido y estaba el lugar tan polvoriento que me eché a llorar porque no oía nada. Y sentía que me había tapado de pelusas, así que me fui a almorzar a los baños».
Debido a su frustración intentó trabajar en otros sectores igualmente mal pagados. En 1972, después de una serie de trabajos como camarera y costurera, volvió a la fábrica textil J.P. Stevens para trabajar en una unidad que empaquetaba toallas de regalo. Llevaba cerca de cinco meses así cuando asistió a su primera reunión sindical. Pronto empezó a llevar puesta una chapa del sindicato, pero fue a partir de entonces cuando empezaron los problemas.
Es verdad que desde la Revolución Industrial se ha avanzado mucho en la lucha sindical y en la defensa de los derechos de los trabajadores. Pero cuando sobreviene alguna crisis económica, financiera o epidémica, el abuso de muchas empresas se agudiza e incrementa, haciendo que siempre sean los más débiles los que más sufren. Suele ser extraño también que quienes propician la explotación de otros seres humanos reconozcan su abuso. Todo se suele justificar sin a menudo importarles demasiado si el trabajador está próximo a la pobreza. La historia se repite una y otra vez y en distintos entornos laborales. El temor suele amordazar a quienes lo sufren, muchos de ellos padres de familia, porque saben que si se expresaran abiertamente serían despedidos. En definitiva, es el miedo el arma que muchos explotadores usan para amedrentar a los trabajadores y mantenerlos en condiciones muy cercanas a la pobreza.
Pero dice el dicho que a veces, «las revoluciones tienen lugar en los callejones sin salida». Algo así sucedió en el caso de Crystal Lee Sutton. En 1973, Sutton ya era madre y ganaba solo 2,65 dólares a la hora. El diario Los Angeles Times del 12 de octubre de 2009 describía la situación del siguiente modo:
«Hastiada de los bajos salarios y las condiciones de trabajo, se unió al Sindicato de Trabajadores Textiles de Estados Unidos y se convirtió en una organizadora cuyas actividades le significó pronto la venganza de la dirección. Poco después de ser despedida, escribió la palabra «SINDICATO» en un pedazo de cartón, se subió a una mesa en medio del taller de la fábrica y levantó el letrero para que lo pudieran ver todas sus compañeras. Sorprendidas por su coraje, apagaron las máquinas y se congregaron en torno a la madre de 33 años que ganaba 2.65 dólares por hora. Algunas hicieron el signo de la victoria, pero todavía pasarían años antes de que los dueños aceptaran negociar con el sindicato».
Ese día la victoria fue vencer el temor. «Defiende las ideas en las que crees, sin que te importen las consecuencias», dijo Sutton el año pasado al Burlington Times News, reflexionando sobre su icónica protesta. «No te rindas, y di siempre lo que crees». Su rebelión inspiró una de las escenas más memorables de la historia del cine, cuando fue representada por la actriz Sally Field en una actuación que le reportó un Oscar por su ‘Norma Rae’ (1979).
La siguiente escena del filme «Norma Rae» (1979), corresponde al momento en el que Crystal Lee Sutton es despedida por pedir el derecho a sindicarse y mejores condiciones salariares para los trabajadores. Como escribió Berthold Brecht (1898-1956), dramaturgo y poeta alemán:
«Las revoluciones se producen en los callejones sin salida. Cuando la verdad es demasiado débil para defenderse y tiene que pasar al ataque».
El ser humano tiene una conciencia moral. Como escribió Immanuel Kant (1724-1804),
«Dos cosas colman el ánimo con una admiración y una veneración siempre renovadas y crecientes, cuanto más frecuente y continuadamente reflexionamos sobre ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí».
Y cuando la injusticia clama al cielo, cuando es insoportable, éste responde. A nadie le debería extrañar. Lo ilustra la lucha de las mujeres o la de los afroamericanos para que se les reconocieran ciertos derechos civiles. Y es que el abuso y explotación de unos seres humanos sobre otros nunca se puede justificar. Es inmoral. O como diría Adela Cortina, quien lleva años preconizando la necesidad de la ética en la empresa, «no es ético». James Watt (1736-1819), ingeniero escocés e inventor de la máquina de vapor, determinante en el desarrollo de la primera Revolución Industrial en todo el mundo, dijo que “los principios éticos elevados producen métodos comerciales eficaces”. Algo muy parecido dice Antonio Garrigues Walker (Madrid 1934), político y jurista español cuando enfatiza la necesidad de que las empresas actúen con honestidad y ética:
«Gobernar sin ética y sin honestidad conduce al fracaso. Las firmas que sobreviven son las que combinan honestidad y rentabilidad… Además, comportándose de una manera ética se puede tener éxito. Las empresas que operan con principios responsables son las que prevalecen, las que desaparecen son las otras”.
Los trabajadores no son simples «recursos humanos», son personas con sus ilusiones y esperanzas, y cuán deseable sería que una sociedad reconociera que deben ser cubiertas sus necesidades básicas. Thomas J. Peters (1942) escritor estadounidense especialista en prácticas de gestión empresarial y autor del libro éxito de ventas «En Busca de la Excelencia» (1982), afirmó en un reciente seminario en Madrid:
«La clave está en crear un empleo al que a muchos de ellos les guste ir a trabajar todas las mañanas. La alegría es el motivo, la razón por la que sigo adelante»… Hay que enterrar el término recursos humanos. Son personas, no recursos»… Las empresas tienen la responsabilidad de contribuir al bienestar humano… las empresas se crearon para aumentar la felicidad de las personas, no para hacer millones… Esto es lo que hace que me levante todas las mañanas de la cama».
Michael Young (1915-2002), sociólogo y político británico, decía que algunos «hombres de clase alta» se engañaban a sí mismos creyendo que se merecían estar donde estaban, en la cima. Sin embargo, «muchos trabajadores sabían muy bien que muchos jefes estaban ahí no tanto por lo que sabían, sino por a quiénes conocían y por quienes eran sus padres». Esto ayudaba a que los trabajadores tuvieran las ideas claras y no verse en un estatus inferior que la arbitrariedad del sistema de clases les había asignado. Y seguía diciendo:
«El trabajador se decía a sí mismo: ‘Este soy yo, un trabajador. ¿Por qué soy esto? ¿Es que no valgo para otra cosa? Por supuesto que sí. Si me hubieran dado una oportunidad en condiciones, bien que lo habría demostrado. ¿Un médico? ¿Un cervecero? ¿Un prelado? Podría haber hecho cualquier cosa. Nunca tuve la posibilidad. Y por eso soy un trabajador. Pero no creo que en el fondo, sea peor que nadie». – Michael Young, El triunfo de la meritocracia, 1870-2034: Un ensayo sobre la educación y la igualdad, Madrid, Tecnos, 1964.
Como decía Lee Iaccoca (1924-2019), uno de los principales representantes de la industria del automóvil en Estados Unidos, «si un trabajador gana suficiente para cubrir sus necesidades básicas y además puede invitar a su mujer a cenar una vez a la semana, todo empresario puede estar tranquilo».
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