A veces, en el firmamento de luces celestes de la humanidad, nacen seres humanos dotados de una sensibilidad especial. Tan fuera de lo común son, que son capaces de brillar con luz propia, luchar contra la adversidad y el absurdo más oscuro, y por si fuera poco, hacer suyo el sufrimiento ajeno. En ocasiones da la sensación de que personas así viven más bien poco, como si este mundo no fuera del todo para ellas y porque resulta que al final lo han dado todo, sobre todo lo mejor de ellas mismas. Ese fue quizá el caso de Simone Weil (1909-1943), de quien la filósofa Simone de Beauvoir escribió:
«Me intrigaba por su gran reputación de mujer inteligente y audaz. Por ese tiempo, una terrible hambruna había devastado China y me contaron que cuando ella escuchó la noticia lloró. Estas lágrimas motivaron mi respeto, mucho más que sus dotes como filósofa. Envidiaba un corazón capaz de latir a través del universo entero».
Simone Weil nació en 1909 en París, en el seno de una familia judía, intelectual y laica: su padre era un médico famoso y su hermano mayor, André, era un matemático brillante y precoz. Como lo era también ella, solo que su inclinación fue más hacia el pensamiento y la reflexión. Estudió filosofía y literatura clásica obteniendo unas altas calificaciones y con 22 años empezó ya su carrera docente.
Le impresiona tanto la situación de los obreros, que llega a la conclusión de que ellos solos nunca podrían salir de su situación de explotación sin una revolución propia pero al mismo tiempo no violenta. A los 25 años pide una licencia y va a trabajar durante más de un año, junto a los obreros, como operaria manual en varias fábricas de la empresa Renault. Allí, en medio de duros trabajos y sufrimiento físico, llega a conocer en carne propia la difícil situación diaria de los trabajadores. Por eso escribió:
«El obrero no sufre solo por la insuficiencia de la paga. Sufre porque está relegado por la sociedad actual a un rango inferior, porque está reducido a una especie de servidumbre. La insuficiencia de los salarios no es más que una consecuencia de esta inferioridad y de esta servidumbre. La clase obrera sufre por estar sometida a la voluntad arbitraria de los cuadros dirigentes de la sociedad, que le imponen, fuera de la fábrica, su nivel de existencia, y, en la fábrica, sus condiciones de trabajo. Los sufrimientos padecidos en la fábrica por causa de la arbitrariedad patronal pesan tanto sobre la vida de un obrero como las privaciones sufridas fuera de la fábrica por causa de la insuficiencia de los salarios».
Al final su salud se resiente tanto que enferma de sinusitis crónica y tiene que ser atendida por sus padres. Sobre esa experiencia en la fábrica escribió una carta con toda sinceridad a su amiga Albertine Thévenon:
“Para mí, personalmente, esto es lo que ha significado trabajar en la fábrica. Ha significado que todas las razones exteriores (antes las creía interiores) en las que para mí se basaba el sentimiento de mi dignidad, el respeto hacia mí misma, en dos o tres semanas han sido quebradas radicalmente bajo el golpe de una opresión brutal y cotidiana. Y no te creas que esto ha producido en mí movimientos de rebeldía. No, al contrario, la cosa que menos esperaba en el mundo de mí misma: la docilidad. Una docilidad de bestia de carga resignada. Me parecía que había nacido para aguardar, para recibir, para ejecutar órdenes; como si nunca hubiese hecho otra cosa, como si nunca hubiera de hacer otra cosa. No estoy orgullosa de confesar esto. Es el tipo de sufrimiento del que ningún obrero habla: duele hasta pensar en ello».
Después de un tiempo dedicada de nuevo a la docencia, en 1936 participa en la Guerra Civil Española, junto a grupos anarquistas. De la guerra, le queda el sentimiento de horror por la brutalidad y el desprecio por la verdad y el bien. En 1937 visita Italia, y en una capilla de Asís se siente impulsada a arrodillarse por primera vez en su vida.
Su salud empeora, tiene dolores de cabeza agudos y continuos. En la pascua de 1938 asiste a los oficios religiosos en la abadía de Solesmes. El cristianismo ocupa un lugar preponderante en sus pensamientos; tiene alguna experiencia mística a la que prefiere resistir; se niega a rezar o a considerar siquiera «la cuestión del bautismo». Sus razones y sus dudas, expuestas en cartas y notas, aparecerán más tarde en los libros «Espera de Dios» y «Carta a un religioso». Encuentra resonancias cristianas en Homero, Platón y el Bhagavat-Gita hindú.
Un buen amigo de Simone, Gustave Thibon, escritor católico, escribió sobre ella:
«Nunca he dejado de creer en ella… no he encontrado jamás en un ser humano semejante familiaridad con los misterios religiosos; jamás la palabra sobrenatural me ha parecido tan llena de sentido como a su contacto».
A la muerte de Simone Weil por tuberculosis en 1943, Gustave Thibon editará una compilación de sus notas, bajo el título «La gravedad y la gracia», que junto con «Espera de Dios», son sus obras más significativas.
Simone Weil fue una pensadora genial capaz de transmitir toda la filosofía de Grecia. Pero más que la filosofía lo que más le importó fue la búsqueda de Dios. Quedó fascinada por el cristianismo y siempre quiso vincularlo con el humanismo griego e iniciar una nueva revolución humana. Su obra contiene las raíces del mejor pensamiento cristiano, pero el más espiritual, no tanto el de los dogmas:
«Cuando leo el catecismo del Concilio de Trento, me da la impresión de que no tengo nada en común con la religión que en él se expone. Cuando leo el Nuevo Testamento, los místicos, la liturgia, cuando veo celebrar la misa, siento con alguna forma de certeza que esa fe es la mía o, más exactamente, que sería la mía sin la distancia que entre ella y yo pone mi imperfección».
Buscaba un cristianismo universal abierto incluso a las religiones orientales, queriendo ser cristiana e hindú al mismo tiempo. Busca sinceramente la verdad, pero sabiendo también que no todo el mundo estaba por la labor. Por eso escribió,
«No hay posibilidad alguna de satisfacer en un pueblo la necesidad de verdad si para ello no pueden encontrarse hombres que la amen».
Mientras millones de personas morían en campos de concentración y de batalla, Simone se dedicó todavía más a dar sentido a su vida. Por un lado, entendiendo el cristianismo como revelación de Dios que es pura no violencia creadora. Pero al mismo tiempo vinculada a la gran lucha a favor de la justicia y de la solidaridad humana, hasta el grado de limitar su alimentación para parecerse a los que padecían hambre y finalmente morir de tuberculosis por anorexia voluntaria a la edad de 34 años. Como Cristo en el madero, Simone hizo suyo también el sufrimiento ajeno.
El teólogo Xabier Pikaza escribe sobre Simone Weil en su Diccionario de pensadores cristianos (Verbo Divino):
«Nadie, que sepamos, ha logrado expresar como ella algunos elementos esenciales del cristianismo: la experiencia de solidaridad, el descubrimiento de la gracia (por encima de las normas de un sistema social o religioso), la búsqueda de un humanismo universal, el diálogo con las grandes tradiciones religiosas… quizá no ha existido en todo el siglo XX una pensadora capaz de volver como ella a las raíces y exigencias, a los dones y tareas del cristianismo originario».
Como Manuel Fraijó ha escrito en alguna ocasión, «parece que Jesús de Nazaret siempre se ha ido encontrando con sus amigos a lo largo del camino«.
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