Llevo aquí más tiempo del esperado. Días de aburrimiento, meses de cambio, años de observación. A decir verdad, aunque mi alrededor esté en transformación constante yo sigo igual. Sigo del mismo color, barnizada en tonalidad oscura, y tengo algunos rasguños aquí y allá, y mi desgastado pomo lleva en su metal las miles de huellas de las manos que han pasado a través de mí. En fin, qué os puede contar una puerta de entrada al Aula Magna de la facultad. Pues un poco de todo y nada en concreto; lo suficiente para que me entendáis, pero sin excederme.
Conozco bien a los universitarios. Con el tiempo, al cruzarme con ellos cuando van a realizar sus exámenes, he llegado a comprender el estrés que les embarga, las prisas con las que andan para no llegar tarde a clase, las excusas que muchos se inventan cuando no aparecen por aquí, las sonrisas que les iluminan la cara al cruzarse con algún compañero.
He aprendido a distinguir el olor de un café, sea con leche o cortado; he ansiado probar las galletas de chocolate que muchos se toman en el descanso, y todavía espero el turno de entablar conversación con un profesor del que les oigo hablar maravillas.
No lo voy a negar: siempre he querido ser uno de ellos. Tampoco voy a admitir que sueño con perderme por las escaleras que dan al primer piso, colarme en las prácticas de radio, asistir a las graduaciones y compartir las ganas de volver a la cama durante las clases de primera hora de la mañana.
Me gusta la vida universitaria. Es decir, me encantan las caras de desconcierto de los alumnos de primero en cuanto entran en la facultad, con la sensación de un pulpo perdido en un garaje. Y me encanta el sentimiento de pertenencia de los que llegan a cuarto. He vivido muchas historias, miles de vidas. He llorado con los que suspendían, y he celebrado el fin de las clases al inicio del verano. En resumen, ¡he conocido a tanta gente!
Ahora me gustaría hablar de Marta, una chica como tú, como cualquier universitario. Desde que la vi, sentí una extraña conexión con ella. Fue hace dos años, la mañana en la que vino a ver la facultad, cuando apenas acababa de cumplir los diecisiete. Los ojos le brillaban de ilusión y una sonrisa orgullosa delataba lo convencida que estaba de que estudiaría aquí la carrera.
«Etapa número uno: entusiasmo», pensé nada más verla. Marta recorrió los pasillos con energía, elucubrando los planes que haría a partir de que se convirtiera, por fin, en una estudiante de la facultad, imaginándose las amistades que trabaría y lo bien que iba a pasárselo. Su sonrisa de dientes blancos que mostró durante las horas que estuvo por aquí, me ayudó a reconocerla en el mes de septiembre.
«Etapa número dos: esperanza», me dije cuando la observé cruzar las puertas el primer día de clase. Me reí internamente, pues la etapa dos es la que menos dura. Los alumnos siempre empiezan el curso con ganas, para desaparecer a los pocos días a causa de la acumulación de trabajo y de los exámenes.
Los meses fueron transcurriendo. Marta pasó de la esperanza al estrés, del estrés al optimismo, del optimismo a la aceptación de que la vida universitaria no es un camino de rosas. Aún así, y para mi sorpresa, no se desanimó. Su sonrisa contagiaba buen humor a sus compañeros. Ella nunca se quejaba de lo mucho que tenía que trabajar; siempre se mostraba disponible para ayudar a quien se lo pidiera.
Mis esquemas se rompieron pocas semanas antes del fin de curso, pues Marta no mostraba los signos habituales de todos los estudiantes a aquellas alturas del año. Como no me cuadraba su manera de actuar, dejé de clasificar sus etapas y su estado de ánimo. Ante ella tuve que arrancar una hoja manchada de palabras, para empezar a escribir de nuevo en otra en blanco, porque era la primera persona que pasaba por la vida del universitario sin que se le apagara la ilusión, sin dar las cosas por perdidas, sin descuidar la meta.
Acabé entendiendo su manera de actuar el último día de clase, en cuanto finalizó un examen. Al traspasarme, uno de sus amigos la detuvo. Percibí el nerviosismo de la joven, pues era Arturo, un repetidor del que se había enamorado a principio de curso. No pude evitar extender un poco más mi mano izquierda para escuchar la conversación:
– ¿Cómo te ha ido el examen? –preguntó él.
– Creo que bien, pero no estoy segura –contestó ella.
– Era muy difícil… El profesor se ha pasado –se quejó el joven.
– Bueno, he estudiado. No te aseguro que vaya a aprobar, pero estoy satisfecha.
Marta iba a marcharse cuando Arturo le puso la mano en el hombro, para detenerla.
– ¿Cómo lo haces?
– ¿Hacer el qué? –dijo extrañada.
– Estar tan feliz. En todo lo que llevamos de curso no te he visto quejarte un solo día, y mira que nos han matado a trabajar.
Marta se rio.
– Arturo, no estamos aquí por obligación; somos nosotros los que hemos decidido estudiar esta carrera. Las caras largas no ayudan a sacarla adelante. Además, hemos elegido lo que más nos gusta, y estamos aquí preparándonos para ser los mejores profesionales.
– Ya –pronunció él, y se quedó con la boca abierta.
– Entonces, ¿por qué me voy a quejar?
Al ver que Arturo no le contestaba, decidí hacerle reaccionar con un golpecito en el hombro que lo impulsó hacia delante.
– Tienes toda la razón –concluyó mientras una sonrisa tiraba de la comisura de sus labios.
– Yo siempre la tengo –le picó Marta, que se dio la vuelta y, con una expresión de melancolía, salió de la facultad para disfrutar de las vacaciones.
A partir del siguiente curso, Arturo aprendió a ver las cosas como ella, con la que empezó a salir. Pero como soy una puerta y no puedo ir a la zaga de los enamorados cuando abandonan la facultad, me quedé con las ganas de escuchar sus risas.
Inés Arasa
Ganadora de la XV edición de Excelencia Literaria
¿Qué te pareció este artículo? Deja tu opinión: