Hay un momento glorioso, a primera hora de la tarde, cuando la comida familiar ha terminado y los comensales dormitan en el salón sobre cualquier superficie más o menos horizontal. Para el adolescente encargado de recoger la cocina, comienza el mejor instante del día.
La casa se encuentra en silencio y a través de la ventana siente la brisa estival. Los gorgoritos de algún pájaro en un árbol cercano acarician sus oídos, y la fragancia de las flores y el regusto al pollo asado flotan armoniosos en el ambiente.
Las encimeras de la cocina están ya despejadas, brillantes después de una limpieza concienzuda. Las sobras de comida están guardadas en la nevera, el resto del café se enfría en su jarra y las contraventanas entornadas permiten filtrar el sol abrasador de las primeras horas de la tarde, protagonista de un intrigante caleidoscopio dorado. A la cocina también ha llegado la hora de la siesta, aunque sean pocos quienes logren apreciarlo.
El adolescente mañoso que se ha encargado de dejar reluciente el lugar, mira orgulloso su obra. En su cabeza se escuchan las alabanzas que prodigará la abuela cuando se despierte de su merecido descanso y pueda apreciar la transformación de su santuario.
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Nacho se sentó despacio en el taburete metálico que su abuela utilizaba en la cocina de la masía. Jaime y Lucas, los mellizos, entraron poco después y se acomodaron, uno sobre la encimera y el otro en el suelo, junto a la nevera. Así les encontró Mónica, la que faltaba del grupo de “los primos mayores”, después de haber conseguido dormir a los más pequeños. Ella se colocó a los pies de Nacho y miró a su alrededor, complacida.
Aquellas tertulias a media voz eran para ellos cuatro, sin duda, lo mejor de cada verano. Aquel agosto era el primero en el que faltaban algunos “mayores”: Olivia se había quedado en la ciudad, realizando unas prácticas laborales en una agencia. Nacho se sentía raro por no tenerla cerca, al tiempo que percibía el vértigo de que cada vez tuviesen más cerca las responsabilidades que hasta entonces eran exclusivas de los adultos.
Tobías, el viejo perro de sus abuelos, entró silencioso en la cocina, y se acomodó cerca de Mónica. Como todos los que vivían en aquella casa de campo, conocía el protocolo de actuación a la hora de la siesta: “En silencio, puedes hacer lo que quieras”. Y se dedicaba a subir y bajar las escaleras, a entrar y salir de los dormitorios y a tomar el sol despanzurrado en el patio.
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Durante la siesta, el rumor del mar se mezcla con el aroma del jazmín, y parece que una luz distinta flota en el ambiente. Es posible que sea un tiempo en el que no sucede nada extraordinario, pero los adolescentes han aprendido a percibir, justo entonces, la belleza de los pequeños detalles de la vida.
Isabel Ros
Ganadora de la XII edición de Excelencia Literaria
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