Es muy posible que para algunos/as de mis habituales lectores, el aborto les resulte un tema aburrido o superado ya por esta sociedad relativista y permisiva. Pero como tengo la sana costumbre de documentarme sobre los temas a los que me enfrento semanalmente como opinador y columnista, la lectura de una biografía sobre la conversión al catolicismo de Bernard Nathanson, apodado el “ rey del aborto”, me ha motivado para hacer una reflexión sobre este controvertido tema, animado también por la última sentencia del Tribunal Constitucional que obliga a la comunidad autónoma de Murcia a indemnizar a una mujer a la que se denegó “el derecho” a abortar en los servicios sanitarios de la comunidad.
El Dr. Nathanson, ateo de religión judía y ginecólogo, que dirigía una clínica abortista en Nueva York en los años 70 llegó a practicar, según él mismo confesaba, más de 70.000 abortos lo que le llevó a un abandono de su propia familia por tan intensa actividad. Confesaba además que “había abortado a los hijos no nacidos de amigos, colegas, conocidos e incluso profesores”. Dejó en cinta a una mujer que, según él que “le quería mucho” y se negó a que siguiera el embarazo, practicando él mismo el aborto de su propio hijo.
A partir de ahí algo empezó a cambiar. Cerró la clínica y pasó a ser jefe de obstetricia del Hospital de St. Luke´s. El ultrasonido, hizo su aparición en el ámbito médico y cuando el Dr. Nathanson observó el corazón del feto en los monitores electrónicos reconoció que en el feto existía vida humana: “el aborto debe verse como la interrupción de un proceso que de otro modo habría producido ciudadanos en el mundo…había llegado a la conclusión de que no había nunca razón alguna para abortar: el aborto es un crimen…” ¿Qué diría hoy el ginecólogo arrepentido y converso a una sociedad que, como la nuestra, ha rechazado la vida de 90.000 ciudadanos abortados en el 2022?
Lo que cada vez parece más evidente es que a los que nos oponemos hoy al aborto y más aún a su reconocimiento como un derecho fundamental “imaginario”, se nos considera ya como salmones que nadan contracorriente. Si además se trata de médicos y personal sanitario que se niegan a practicarlo en un Hospital público, como en el caso de Murcia, y no se “retratan” en una lista de objetores de conciencia en un registro, podrían ser sancionados y ser objeto de persecución ideológica.
No resultaría extraño que para garantizar ese supuesto derecho bendecido por el Tribunal Constitucional, el Estado contrate a quienes estén dispuestos a practicar el aborto con la consiguiente represión de quienes no deseen hacerlo por sus convicciones profesionales y morales. Lo verdaderamente alarmante es la indiferencia en la opinión pública y en la ciudadanía ante un hecho tan grave como es la destrucción de un ser inocente en el vientre de su madre. La esperanza es que los salmones no somos una especie extinguida…
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