El viento me trae, caballera en las ondas de radio, la fingida estulticia de un pobre diablo —un galeote de la corrección política— para quien el hecho de que los niños lean cada vez menos —ya casi nada— se debe al encierro de la pandemia, como si un encierro no fuese, más que ninguna otra cosa, una grandísima ocasión para leer.
Ya no hay duda ninguna de que la pandemia es una excusa para todo, un cajón de sastre insondable, un estafermo que se puede aporrear al derecho y al revés porque gira en todas direcciones. El desatino es tan gordo que sale a desmentirlo, con las maravillosas y prometedoras páginas de su Diario, la niña encerrada por antonomasia, la escritora que se refugió en la lectura y la grafomanía para instituir en ellas la vida que le faltaba, y que no es otra que Ana Frank. De un encierro con libros a mano, si no sale un escritor, sale —seguro— un lector empedernido. Así que los bajos índices de lectura infantiles no se deben al encierro de la pandemia, sino al encierro de la pantalla, que vale tanto como al confinamiento en el delirio audiovisual. No perjudicó a los niños el aislamiento; les perjudicó lo que hicieron mientras duraba, que fue lo mismo que hacían antes y han seguido haciendo a continuación: atiborrarse de violencias y barbaridades, de tonterías y obscenidades, de infraconceptos y ultrasabroseces, justo lo contrario de la lectura —de la buena lectura—, que se compone, a partes iguales, de conceptos elaborados y sabores mesurados, equilibrados, que cada uno sazona con su entendimiento y su bagaje propio. Quiere decirse que la lectura ya venía cayendo en picado antes de la pandemia, y que los meses de arresto domiciliario pudieron ser una oportunidad para la recuperación de no haber sido una una borrachera, una vorágine, un paroxismo de pantalla y red social para los niños y para sus padres. Ya se vivía por y para el mensajito antes del virus. Ya cundía la conversación via satélite con los interlocutores de cuerpo presente. De modo que no tiene sentido culpar al encierro. Lo que pasa con la lectura es un proceso autónomo, una consecuencia de la trivialización de las inteligencias. Los últimos estudios neurológicos demuestran que los enajenados por el teléfono móvil son incapaces de prestar atención más de tres minutos a nada que no sea el propio teléfono, de donde puede inferirse fácilmente la postración, cuando no la desaparición absoluta en que puede haber caído el hábito de leer. La plaga vírica, de momento, ha concluido; la plaga electrónica se dirige a su apogeo: no falta mucho para que zombifique al grueso de la población, para que acabe de achicharrar cerebros. Con un poder de concentración inferior a los tres minutos y un ansia de recompensa que no soporta la espera, maldita la literatura que puede paladearse. A lo sumo libros calculados y diseñados a propósito para estas mentes obtusas; libros de capítulos mínimos —a lo sumo carilla o carilla y media—, ideas bobas y mucha venta, cuya lectura es más perjudicial que beneficiosa; libros para tontos en los que sale a cuenta no entrar. Nos ha fastidiado, el memo de la radio, con la teoría, la fantasmagoría y la boñiga del encierro, cuando sabe perfectamente que los niños ya no leen por lo mismo que ya no viven: por el sinvivir de las lucecitas, las vibraciones y los chirridos; por las flautas de Hamelín que les tocan a distancia los que han suplantado a sus padres.
Reclusión y lectura son uña y carne, causa y consecuencia, por lo que atribuir al encierro la escasa lectura infantil es tomar por tonto al orbe y exonerar a los padres —aprovechando quizá para, de paso, autoexonerarse— de la responsabilidad en que incurrieron por no haber leído nada, ellos tampoco, en aquel confinamiento de tan triste memoria.
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