Estamos otra vez, un siglo después, en los felices 20, que han podido ser los reflexivos, los fraternos e incluso los escarmentados 20, pero están reproduciendo con terrorífica exactitud la locura, el delirio y el desenfreno —la «felicidad»— que siguió a la primera guerra mundial y precedió a la segunda. No importa si el conflicto que inaugura el siglo es una guerra o una pandemia: se atraviesa la privación y se sale con un desquite sensual, con un vórtice libertario, con un redoble de ordinariez y un frenesí exhibicionista. El miedo nos hace solidarios mientras dura el miedo. El sufrimiento moviliza nuestra parte racional, espiritual, humana; pero experimentamos ese dominio de la mente sobre la materia, del alma sobre la carne como una mortificación insoportable, como si el gobierno del intelecto fuese una contrariedad más dolorosa que la guerra, la pandemia o la muerte. Antes de la Cuaresma, la orgía del carnaval. Después del espanto bélico, la crápula del instinto. Es la rebelión genesíaca, el conflicto primigenio del ser humano, la tensión existencial entre alma y cuerpo, exclusiva y angustiosamente nuestra. No hay nada nuevo en las actuales transgresiones del vestido, ni en el obsesivo enseñaculismo de la música. Ya tuvieron lugar en los años 20 del siglo pasado con los cabarets, las destilerías clandestinas y las Joséphine Baker.
No hay aberración del siglo xxi que no se haya cometido en el anterior. Lo malo es que tras los «felices» 20 del xx vino una segunda masacre mundial; y estamos ahora en los «felices» 20 del xxi, donde las comillas encubren la ofuscación y la imprevisión, el atolondramiento lúbrico y el ocio rabioso. La consecuencia de la epidemia mundial ha sido el culto al padre de todos los vicios. Entretenimiento, diversión, evasión; lo mismo que pasó en 1920. Nuevas y numerosas Joséphinebakers tapan con un extra de pandero su escasez de facultades —quizá el público, sumido en la caquexia cultural, considera talento el malabar de la nalga—; nuevos y los mismos vicios consumen a la plebe; otra contienda gorda está en ciernes. Mientras el populacho se aturde no ahorra, ni piensa ni se da cuenta de nada. Una felicidad absorbente y huera lo mantiene ocupado —enajenado— mientras le preparan la hecatombe. Curioso que la cosa se repita en la misma década. Falló el virus, y tocan las bombas y las trincheras. Nos han organizado una juerga nueva con los mismos patrones de la vieja; otra felicidad que nos acalambre de alborozo; una reposición postmoderna de los felices 20 para diezmarnos porque la economía tradicional no funciona con tanta gente y se hace más negocio destruyendo la humanidad que humanizando la economía. Estamos de nuevo en los felices 20. Nos condenan a repetir la historia porque no tienen tiempo ni ganas de buscar otras formas de prosperidad, y se aferran a la secular alternancia de la demolición y la construcción. Sigamos danzando en torno a la hoguera del asueto y la vanidad; sigamos con el enseñaculismo compulsivo; sigamos imaginándonos transportados al comienzo del siglo xx, a los felices 20, a la estética modernista y al impúdico charlestón de la Baker, aunque tengamos una estética cochambrosa y unas Joséphines lamentables.
Dejemos que nos hundan en los felices 20, inconscientes y alocados, y no pensemos en lo que viene después. Vivamos el momento —¿no era esa la consigna de hace un siglo, tras la escabechina de la guerra? ¿No es la de ahora, febrilmente repetida en los medios de comunicación, tras la pesadilla del virus?—. En los felices 20 del siglo xxi está la primera generación que perdió la infancia en la pantalla del móvil. Fueron bebés absortos en la virtualidad y son jóvenes que bailan al son que les tocan, que degluten ruedas de molino y sólo piden a cambio mucho tiempo libre para poder ahitarse de la felicidad pequeña, diminuta, inexistente de la carne viciosa y el amor espurio. Llegan los felices 20 de hogaño como llegaron los de antaño: como una borrachera de felicidad animal tras la matanza; como una euforia gutural por la supervivencia; como un regodeo felino en el bienestar duradero. Aunque parezca mentira, estos felices 20 van camino de acabar como aquéllos.
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