La incorporación de la mujer a lo profesional con expectativas, exigencias y ritmos semejantes a los varones es una revolución sin precedentes, con escenarios compartidos que se han modificado en la esfera familiar y pública.
Hace años, recién terminada la carrera aprobé una oposición de instituto, pero perdí la plaza porque entonces no se contemplaba la baja de maternidad sin haber trabajado antes. Mi hija enferma me necesitaba y opté por ella. La concertación era prácticamente imposible: había que elegir entre familia y trabajo. Desde entonces, se ha avanzado mucho a nivel de Estado. Y eso se debe en gran medida a la creciente presencia femenina en puestos sociales relevantes.
Estamos de vuelta de los primeros feminismos de la igualdad, que flaco favor hicieron a la mujer al obligarla a integrarse en una sociedad a la medida del varón. Muchas de las ardientes feministas de la igualdad, hoy de vuelta, postulan nuevas salidas. Hay problemas pero nunca antes hubo mujeres tan preparadas. Y es que el asunto no es “quítate tú y me pongo yo” en el marco de nuestra sociedad mercantilista y deshumanizada cuyos únicos valores son el poder, el triunfo social y profesional, la competitividad, el dinero en definitiva.
El trabajo de nuestra sociedad capitalista deshumaniza al ser humano y destruye el entorno.
Aunque es verdad que la ambición profesional, con su expectativa de reconocimiento más allá del círculo familiar, afecta hoy por igual a varones y mujeres. No hay más que ver cómo el cine y la literatura se han hecho eco del fracaso femenino cuando consigue acceder a este mundo masculinizado. Dos ejemplos puntuales pueden ejemplificarlo: el film Erin Brockovich (2000), de Sodebergh, y la serie danesa Borgen (2010, 2013, 2022). Ambos plantean la inversión de roles en la pareja: mujer que trabaja en un despacho o en política sin horas para la familia, con el subsiguiente estrés y el derrumbamiento de pareja y familia. Lo sabemos por experiencia: el trabajo de nuestra sociedad capitalista deshumaniza al ser humano y destruye el entorno.
La mujer hoy, a pesar del beneficioso teletrabajo fruto de la pandemia, pasa muchas horas fuera del hogar, lo que obliga a estructurar el espacio de la vida familiar de acuerdo a las ausencias y nuevas presencias de su ocupantes. ¿Pérdida de identidad femenina –dice Luce Irigaray-? ¿O más bien feminización de la fuerza del trabajo, es decir valores tradicionalmente femeninos que se expanden al ámbito laboral –dice Hochschild-?. Ojalá fuera lo último… Porque como dice Nuria Chinchilla, del IESE, las competencias directivas más valoradas se desarrollan en el hogar: orientación al cliente, integridad, iniciativa, comunicación y trabajo en equipo. Aun así ¡ojo al riesgo! Que no es otro que encontrar una familia en el trabajo y ver la familia como duro trabajo huyendo de ella.
El reto, la auténtica revolución debería ser el cuidado de la persona en el centro del sistema laboral.
Por ello, al tratar de conciliación no son sólo las medidas políticas lo que deberíamos cambiar, sino a varones y mujeres. Hay que salir de la lógica de confrontación y trabajar juntos para dar respuesta a los desafíos. El reto, la auténtica revolución debería ser el cuidado de la persona en el centro del sistema laboral. Construir una sociedad en FEMENINO, no en contra sino con el varón, según el modelo de corresponsabilidad (Aparisi) o igualdad en la diferencia.
En cuanto a la sociedad, (¿por qué no?) exigirle que lo que parece una utopía se haga realidad: bajar el ritmo de estrés competitivo en la primera juventud que discrimina a la mujer, creando un sistema de becas o similar que permita hacer familia entre los 25 y 35 años. Así podríamos dejar a nuestros hijos un mundo más humano en que funcione la interrelación de persona, familia, empresa, sociedad y entorno cultural…
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