«Próxima estación: Avenida de América. Correspondencia con líneas 6, 7 y 9».
A medida que el metro se aproximaba a la siguiente parada, iba disminuyendo su velocidad. Con el estrepitoso chirrido de los frenos y la apertura de las puertas del vagón, comenzó el habitual baile de pasajeros que entraban y salían del tren. Algunos buscaban un asiento con avidez, mientras que otros se lamentaban al ver la hora que marcaba su reloj de pulsera. Eran las nueve de la mañana de un lunes y ante mí desfilaba, como cada día a la misma hora, aquella masa ajetreada cuyo ánimo parecía impasible ante lo que ocurría a su alrededor. Dicho de una forma un tanto grotesca: era como si aquellas personas se hubieran activado el modo automático.
Entre aquella muchedumbre, descubrí algo verdaderamente inusual en una estación de Metro: a un joven que, de pie, leía un libro de grosor consistente. Sus pupilas, pegadas casi por completo a las páginas amarillentas, seguían con avidez el contenido del volumen. Incapaz de ocultar mi curiosidad, agaché ligeramente la cabeza para adivinar de qué título se trataba. Cuál fue mi sorpresa cuando descubrí la célebre novela de Jostein Gaarder, El mundo de Sofía. Me alegré al saber que aquel chico compartía una de mis pasiones, la filosofía, ya que parece complicado encontrarse con personas con esa afinidad a día de hoy. De inmediato, un pensamiento empezó a aflorar en mi mente al compás del constante «chaca-cha» del tren: tras meditarlo durante unos minutos, llegué a la conclusión de que la filosofía resulta ajena al interés común porque nuestra sociedad nos invita a estudiarla, no a ejercerla, que es lo que de verdad enamora de esta disciplina.
Para ser un buen filósofo, escritor o artista no hace falta sumergirse en textos indescifrables ni recitar de memoria aforismos de Nietzsche o poemas de Petrarca. Lo único necesario es levantar la mirada y observar la realidad para entenderla; para entendernos, quiero decir.
«¿Qué mejor escenario para aprender antropología que una estación de metro abarrotada de historias, que se esconden tras rostros enfundados en gabardinas y el brillo de las pantallas de teléfonos móviles?», me pregunté mientras tomaba las escaleras mecánicas y me alejaba de aquellos túneles que Platón denominaría “cavernario”. Y en aquella meditación, emprendí mi camino hacia la calle.
Inés García Pescador
Ganadora de la XIX edición de Excelencia Literaria
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