Una vez tuve un profesor en la universidad que siempre insistía en que leyéramos el prólogo de los libros. Por desgracia, nunca me tomé a pecho esa advertencia. Siempre me lo saltaba alegremente para llegar a lo «bueno». Pero nunca hay que subestimar el poder de una manta caliente y una cafetera preparándose en un día de nieve para sacar lo mejor de las introducciones. Hace muchos años que poseo este gran volumen de pinturas de Vermeer, muy usado, y confieso que nunca he leído ni una palabra de la introducción escrita en él. Mientras tomaba mi segunda taza de café y me envolvía como un capullo contra el frío, decidí enmendarme, y empecé por la página primera.
Jan Vermeer perteneció a un periodo de la historia que fue bastante importante para sus compatriotas, los holandeses, que en el siglo XVII, explotaban su gran habilidad para el comercio. Pescadores y navegantes por naturaleza, empezaron a poner en práctica este talento y se establecieron en las rutas comerciales del Mar Báltico, el Canal de la Mancha y el Mar del Norte. Se convirtieron en los líderes dominantes del transporte de mercancías entre Rusia y Europa Occidental, lo que les llevó a fundar las compañías holandesas de las Indias Orientales y Occidentales. Su éxito hizo que empezaran a generar grandes fortunas y empezara a florecer una rica y próspera clase mercantil. La educación y la cultura crecían en su floreciente sociedad. Los holandeses estaban ansiosos por mostrar su nueva influencia en la escena mundial e impresionar a franceses e ingleses, especialmente por las obras de arte pintadas por sus propios compatriotas. Eran buenos tiempos para ser pintor.
Curiosamente, como la cultura holandesa tenía una larga tradición calvinista, su idea del éxito estaba matizada por los ideales de su religión: ahorro, vida familiar, sencillez y buenos negocios. Esto contrastaba fuertemente con Francia e Inglaterra, cuyos mecenas procedían de la jerarquía católica, la realeza y la alta nobleza. El arte preferido en estos países consistía en oro, joyas, vestidos llamativos y atrevidos, pelucas kilométricas para pavonearse en ricos y exóticos fondos sobre muebles dorados y ostentosos.
Los holandeses no tenían nada que ver con esto; para ellos, el éxito se representaba con encanto en escenas pintadas por encargo para mostrar espacios serenos y bien decorados en sus casas. Eran escenas que mostraban su modesto pero bonito mobiliario, su ordenado ahorro, con esposas e hijos rollizos y sanos habitando la escena y haciendo cosas muy hogareñas.
Esto me pareció encantador: la aparición de todo un género artístico que celebraba el hogar y la familia y todo lo bello que hay en ellos, y que esta vida habría sido el tema por excelencia para un «arte doméstico» holandés adinerado. Deseaban sobre todo «retratos realistas de la vida cotidiana». Muchos artistas holandeses conocidos ocuparon un lugar destacado durante esta época: Rembrandt, Hals y Carel Fabritius. Johannes Vermeer no iba a ser como ellos en esto.
Jan nació en 1632 y fue bautizado en la ciudad de Delft en el seno de la Iglesia Reformista Holandesa. Su padre era un hábil tejedor de seda y se enriqueció con ello. Con el tiempo invirtió en una posada, situada en un lugar prominente cerca de un mercado. Como casi todos los que tenían dinero para invertir en aquella época, se convirtió en un ávido marchante y tasador de arte. Así, su hijo creció rodeado de arte y de artistas que iban y venían. Probablemente aprendió técnicas observando directamente el arte en la tienda de su padre y aprendiendo de él lo que se consideraba bueno y lo que no.
Curiosamente, apenas sabemos nada más de Johannes Vermeer. Sí sabemos que se convirtió en maestro pintor del gremio de pintores de San Lucas de Delft el 29 de diciembre de 1653. Tenía 21 años. También sabemos que ese mismo año conoció al amor de su vida, Catharina Bolnes, de familia católica acomodada. La madre de Catharina estaba horrorizada. Intentó evitar que su hija se casara con un no católico, y llegó a hacer todo lo posible para conseguirlo. Pero al final, su corazón se ablandó y permitió que su hija cayera en los brazos de su amado elegido, Johannes.
Vermeer se trasladó a vivir con su mujer y su madre y, con el tiempo, se acostumbró a su estilo de vida católico y se convirtió al principio de su matrimonio. Sus primeros cuadros de esta época eran escenas bíblicas y pinturas de santos, quizá para complacer a su suegra. Con el paso del tiempo y la maravillosa bendición de los niños en su hogar, los temas empezaron a cambiar. Johannes y Catharina tuvieron un gran número de estas bendiciones, de hecho más de diez. Todos correteaban por su casa: niños, niñas, de diversas formas y tamaños, edades y niveles de ruido.
Vermeer heredó la posada de su padre, ya anciano, y también se ocupó de su negocio de venta de obras de arte, además de aceptar encargos de cuadros. En resumen, era un hombre muy ocupado. Para mi decepción, no hay cartas escritas por él en ninguna parte. No tenemos bocetos ni cuadernos de ningún tipo con sus geniales garabatos. Apenas sabemos nada de él, salvo que tenía magia con el pincel y un genio para plasmar la luz en el lienzo.
Vermeer fue uno de los miles de pintores que prosperaron en el renacimiento artístico de los holandeses. Pero, curiosamente, sólo se conservan unos 36 óleos, y en total no más de 60 a lo largo de su vida, un número muy pequeño comparado con la mayoría. Me pregunté por qué, pero imagino que simplemente no tendría mucho tiempo para pintar, dadas sus diarias obligaciones: mantener, alimentar y vestir a diez hijos. Esto es sólo una suposición, aunque la estética holandesa de la vida cotidiana retratada estaba a su favor, cercana además a su pericia y experiencia. Convivía con ella a diario y lo disfrutaba. Sus cuadros no mienten. Me lo imagino instalando su caballete en el recibidor o en la cocina y observando lo que ocurría en su propia casa. Cómo lo hacía con diez niños correteando alrededor de una paleta llena de óleos, es algo que se me escapa. Pero los resultados son exquisitos.
A él (como a mí) le encantaban las ventanas. Era un maestro en perseguir la luz a lo largo del día, cuando entraba por una ventana y luego por otra, iluminando un dulce rostro aquí y un cuenco de leche allá. Iluminando un bonito vestido de buen gusto y una modesta sonrisa. Estas ventanas eran tan clave en sus cuadros que algunos críticos de arte encuentran curioso que pintara sombras en los rostros con un distintivo verde en el tinte, algo inaudito en aquella época. Creo que pintó sombras en verde porque esos rostros estaban iluminados por una vidriera que le encantaba en su casa y el verde brillaba en la piel.
Vemos sobre todo a mujeres. Sus reacciones ante la lectura de cartas, la visita de un pretendiente o su negativa. Las vemos sirviendo leche y trabajando para ayudar a sus maridos a traer dinero al hogar. Las vemos mirarnos serenamente con misterio femenino, pero no con galas femeninas.
Vermeer nos mostró la belleza de las mujeres felices de estar en casa. Vemos a mujeres que se inclinan hacia sus maridos y les encanta hacerlo: morar en sus brazos y en sus hogares provistas de amor. ¡Qué maravilla! Cualquiera que mire un cuadro de Vermeer queda cautivado por la paz que allí se crea. Estos rostros que simplemente están felices de ser madres y esposas en una familia próspera. Esa es una rara belleza captada, y fue el genio de Vermeer quien lo capturó para la posteridad. Él es nuestro campeón. Como los antiguos bardos, Vermeer cantó con su pincel las humildes pero poderosas hazañas de nuestra bondad doméstica. Cuando contemplo un cuadro de Vermeer, me siento feliz y orgullosa de ser esposa y madre.
Hizo todo esto mientras dirigía una posada y tasaba y vendía obras de arte, cambiando pañales, o limpiando la pintura derramada por el suelo, pagando impuestos y cuadrando sus cuentas. Incluso tal vez corriendo para captar el sol de la tarde, con un niño pequeño agarrado a la pierna, mientras mezclaba apresuradamente la pintura. ¿Alguna vez fue demasiado para él? ¿Alguna vez quiso rendirse? ¿O simplemente perseveraba cada día haciendo una pequeña obra cada vez, tomándoselo todo con calma?
Él me inspira mucha esperanza y paz. Soy escritora y me resulta difícil escribir cuando tengo que salir de casa para trabajar durante la semana. Me encanta mi trabajo, y estoy agradecida de poder trabajar en un lugar tan encantador, pero mis días están partidos, la inspiración se fragmenta a trozos, y tengo que aprender a trabajar con ello… capturando la magia cuando puedo. Puede ser frustrante si eres un escritor atmosférico y necesitas tiempo y tranquilidad para sumergirte en tus pensamientos. Hay una curva de aprendizaje en este tipo de arte. Puede tentarte a parar y dejarlo porque te parece demasiado.
Vermeer se ha convertido en mi héroe. Aprendió a pintar y a captar la belleza mientras se desarrolla el vivir de la vida. Sólo produjo 36 óleos conocidos, sus supervivientes, pero que bellos pasajes. Estos pocos, sin embargo, son suficientes para mostrarnos su capacidad de saber mirar lo cotidiano y lo importante que su musa era para él. Se afanaba en captar retazos de la vida real que bullía a su alrededor como padre y esposo, y nunca al margen de esa vida. Corría a su caballete siempre que podía. Probablemente tenía que ahuyentar a los niños que le metían los dedos en las pinturas o le volcaban los lienzos. Arte en medio del caos doméstico. Es un pensamiento encantador. Un pensamiento muy alentador para cualquiera de nosotros que hayamos sido llamados a las artes de cualquier tipo y debamos encontrar la manera de hacerlas realidad en el contexto de la vida familiar.
Otro punto que me atrae especialmente es que nadie supiera de él hasta que murió, quizás porque era católico en una zona predominantemente calvinista. Los católicos eran tolerados, pero no eran los preferidos por los mecenas del arte reformado holandés. Dicen que su principal cliente y mecenas fue un panadero, cuya tienda estaba al final de la calle donde vivía. Qué suerte tuvo el panadero. ¿Sería consciente alguna vez del tesoro que poseía?
Vermeer murió a los 43 años, muy endeudado, como muchos artistas. Nunca había tenido éxito como pintor en su época. Sólo más tarde, 200 años después de su muerte, fue descubierto por un entusiasta crítico de arte en Francia llamado Etienne Thore, y éste dio a conocer su magia al mundo moderno.
Vermeer siempre ha sido uno de mis pintores favoritos, y ahora sé el porqué de ello. Ha ganado un gran público en nuestro tiempo. La gente queda hipnotizada por sus sencillas escenas bañadas en luz, este paladín de la mujer real. Este genio que nos ha capturado en la belleza que poseemos más allá de la ropa elegante, el maquillaje o el mobiliario rico. Literalmente arrojó una luz mágica sobre lo que es estar contentos como maridos, esposas e hijos trabajando, rezando y viviendo en nuestras iglesias domésticas.
Al final, ¡me alegro de haber seguido el consejo de mis viejos maestros por esta vez! Creo que a partir de ahora leeré los libros desde el principio.
Artículo publicado anteriormente en Theology of Home
¿Qué te pareció este artículo? Deja tu opinión: