De las 37 nominaciones que ha tenido La Sociedad de la Nieve, por el momento se alza con 5 galardones entre los que destaca el Premio del Público en el Festival de San Sebastián y los recientemente obtenidos en los Premios Feroz a Mejor Dirección y Mejor Trailer. Bayona en esta cinta nos muestra su visión sobre el trágico accidente de avión que vivió el equipo de Rugby Old Christian Club que viajaba con familiares y amigos hasta Santiago de Chile en octubre de 1972 para disputar la Copa de la Amistad. Después de (mal)vivir 72 días en la nieve, fueron rescatados vivos 16 de los 45 pasajeros que subieron a bordo del vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya.
Con el estreno en España de La Sociedad de la Nieve a mediados de diciembre y su inclusión en el catálogo de Netflix tres semanas después, ha comenzado una fiebre sin igual por profundizar y conocer los detalles de la tragedia de los Andes, después considerado milagro. Repercusión en prensa, blogs y redes sociales, reedición del libro en el que se ha basado Bayona, entrevistas, curiosidades y un sinfín de contenido que consumir sobre tan impresionante suceso.
Pero yo me quedo con el cine. El cine ha sido una de las grandes aficiones con las que he crecido y me fascinaba todo lo que rodeaba el proceso de creación de una historia audiovisual. Recuerdo aquella colección de cintas VHS con carátula en cartón violeta que tenía mi abuela en su casa con títulos tan antiguos como dispares: desde Rebeca, Ha nacido una Estrella o Danzad, danzad, malditos, entre otros. También en casa de mis padres, las películas eran el regalo estrella en cualquier momento. Desde Super8, pasando por Beta, hasta saltar a los reproductores DVD. Un contexto ideal para alguien a quien le encantan las historias y aburren sobremanera los shows de fin de semana tan manidos y predecibles. Así fue como encontré una forma de viajar y explorar diferentes mundos con los que imaginar vidas, mezclando realidad con ficción. Algo sin duda, habitual en la adolescencia cuando rompemos con nuestra identidad infantil y comenzamos a descubrir quiénes somos y cómo vamos a desenvolvernos en la vida, con su cara y su cruz, su alegría y tristeza, su gozo y dolor.
En aquellos sábados de “en casa a las 11 de la noche” en los que libremente (previo berrinche de hora y cuarto de morros, claro está) decidía que no merecía la pena arreglarse y salir para 30 minutos de reloj, me plantaba delante del mueble del salón para elegir un título u otro. Estaba deseando ver aquella peli, que aunque recomendada para mayores de 13 años, mis padres me aconsejaban esperar. Cuando por fin pude ver Viven, me impactó. No solo la historia en sí, sino la profunda reflexión a la que no estaba acostumbrada tras una noche de cine. Cómo Frank Marshall transmitió la fuerza, la fe y conversión de los pasajeros durante aquellos 72 días en el Valle de las Lágrimas de la Cordillera de los Andes:
“El milagro de los Andes, así lo llamaron. Mucha gente viene a mí y me dice que de haber estado allí habrían muerto. Pero eso es absurdo; porque hasta que no estás en una situación así no tienes ni idea de cómo reaccionarás. Al enfrentarte a la soledad sin la decadencia, y sin una sola cosa material que la prostituya, te elevas a un plano espiritual en el que yo sentí la presencia de Dios. Existe ese Dios que me inculcaron en la escuela, y existe el Dios que está oculto por todo lo que nos rodea en esta civilización. Ese es el Dios que yo encontré en las montañas”. En los primeros dos minutos de película una más que evidente declaración de intenciones.
Esta marcada mirada ascética de inicio a fin en Viven apenas se aprecia en la cinta de Bayona. Hubiera sido una fantástica oportunidad para destacar la dimensión trascendente del ser humano. La espiritualidad que se descubre cuando despertamos a la vida. Esa tan olvidada de la que solo se acuerdan los promotores de talleres y sesiones mindfullness para sacarle los cuartos al ser humano de turno. O a la que acude el común de los mortales cuando se ve en peligro, y que pronto olvida al pasar la tormenta y llegar la calma, y que de nuevo aparece ante la adversidad. Como aquella canción de Marvin Gaye y Tammi Terrell, “no importa lo complicado de las circunstancias ni lo lejos que estés, si me llamas allí estaré”, venía a decir.
Qué bueno llegar para quedarse, aguardar con paciencia los tiempos que necesita cada uno para descubrir, cultivar y cuidar esa espiritualidad que iguala verdaderamente a hombres y mujeres, niños y ancianos, sanos y enfermos.
Por eso cuando se tiene la oportunidad hay que hablar alto y claro, sin más pretensiones que contar lo que curó alma y corazón. No hay que convencer, solo soltar esa semilla sin querer verla brotar; porque algún día, en algún momento indeterminado cuando el silencio invada la mente aparecerá ese “Dios que está oculto por todo lo que nos rodea en esta civilización”. Y a vivir.
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