El “ideal de lo bello”, para Kant, queda constituido gracias al valor que aporta la moral, y queda reservado, al igual que la razón, para el hombre[1]. Un animal no puede ensimismarse con un cuadro, ni disfrutar una partitura musical, por ello, pretender igualar nuestra conducta a los animales sería degradarnos así, cuando asistí atónita a la representación de Rigoletto el pasado diciembre en el Teatro Real, presencié la muerte de la belleza a manos de lo pornográfico, de la verdad a manos de la mentira, y la libertad a manos de la imposición ideológica.
La ópera, al reunir diferentes disciplinas, ocupa un lugar importante en las Bellas artes. Aunque todos tenemos en la mente que la “expresión artística” es un vehículo en busca de la belleza y que, una vez descubierta o en vías de ello, la intención es transmitirla para que más personas puedan contemplarla y disfrutarla, no siempre es así. Las artes han sufrido una evolución a través de los siglos paralela a la evolución del propio ser humano, y desde las primeras pinturas rupestres, esta evolución ha venido marcada por su historia, la cultura, o la tecnología que traía nuevas técnicas, pinturas, o instrumentos, capaces de transmitir ideas, sentimientos o incluso críticas sociales.
La relatividad que impregna desde hace tiempo la moral de la sociedad actual (por llamarlo de alguna forma ya que la moral parece brillar por su ausencia) invita, o casi impone, a la eliminación de la negatividad ante cualquier experiencia, acción o idea, como si tener opinión fuera hacer una crítica a la libertad creativa del autor o promotor de la acción, de forma que cualquier estupidez que a una persona se le ocurra merece un respeto incuestionable.
La reivindicación de la posverdad, como si fuera el camino para llegar a otra verdad, la impuesta, no la que surge del descubrimiento, también llegó al arte, y en concreto a la ópera, o mejor dicho, a su escenificación. La ópera, como todo el mundo sabe, es un género de música teatral en el que se une de forma armónica, la música, el canto y la danza. Por tanto, además del autor de la ópera, cuya fidelidad al propósito o intención de su creación debería ser incuestionable, entran en juego el director de orquesta y sus músicos, cantantes, bailarines y de los directores de la puesta en escena, además de vestuario y decoración, cada día más simples y minimalistas. Tan minimalistas que en la última representación de Rigoletto, era imposible distinguir el vestuario de las bailarinas, que se reducía al uso de un albornoz blanco para no enseñar, en el saludo final, las vergüenzas antes exhibidas. Un exhibicionismo gratuito y fuera de lugar, o un dos por el precio de uno, para los que se conforman con todo.
Si la finalidad era adecuar la obra al momento social actual, lo consiguieron, puesto que parece que vivimos en un momento en el cual el sexo y la pornografía son el centro de todo, que llega hasta el ideal de belleza. La puesta en escena podría ser fruto, tanto de una mente calenturienta obsesionada con el sexo, como, y en el mejor de los casos, de una mente infantil que acaba de descubrir los “culos y las tetas”.
En «La salvación de lo bello», Byung-Chul Han habla precisamente de esta cuestión, al denunciar la crisis del cuerpo que, “no solo se desintegra en partes corporales pornográficas, sino también en series de datos digitales”, ...”por otra parte se desmiembra en objetos parciales que semejan órganos sexuales..”, o elementos decorativos de un escenario, como en esta ocasión.
La belleza de la obra musical quedó eclipsada por la burda representación teatral que, de entrada, eliminó la armonía propia de este género, ya que no se asiste a la ópera para cerrar los ojos, para poder abstraerte de la pornografía que como visión esperpéntica de la belleza, dominaba sobre lo principal.
Pero no solo no consiguió ser fiel a este estilo, sino que tampoco fue fiel al mensaje del autor: el valor del amor verdadero, el amor que llega al culmen al dar la vida, en un acto de voluntad, por la persona amada pese a los pecados de esta; el dolor de un padre, culpable de las desgracias de su hija, cuyos malos actos tendrán consecuencias que pagará toda la vida, porque hacer el mal tiene consecuencias; y todos los valores y moralejas de la obra, quedan ensombrecidos por una puesta en escena vulgar y grosera.
La belleza del amor quedó escondida frente a la fea distorsión de una horrible escenografía, y la conmoción ante una maravillosa melodía, mermada de forma drástica, como un mazazo e la cabeza.
Un sexo desvirtuado, ajeno a la propia naturaleza que con sus tiempos y reglas, transforma muchos actos en belleza. Pero aquí no había tiempos, ni reglas.
La exhaustiva visibilidad del objeto destruye también la mirada, que únicamente se mantiene despierta en la alternancia rítmica de presencia y ausencia, de encubrimiento y desvelamiento.[2]
Los exhibicionistas cuerpos desnudos, junto con los movimientos obscenos, fueron utilizados por la coreografía como motivos decorativos, cosificando a las bailarinas sin ningún tipo de reparo. La pornografía, como desnudez sin velos ni misterios, es la contrafigura de lo bello[3], rompe la armonía, la dignidad, el encanto y el valor. Es la muerte de la belleza permanente, universal, moral, de la virtud, a manos de una moda temporal, inconsistente, manipulable…
En un mundo en el que se aspira a la panacea de la sostenibilidad, lo consumible se impone paradójicamente sobre lo permanente, confirmando que la sostenibilidad es solo un bonito y sonoro slogan.
“La permanente presencia pornográfica de lo visible destruye lo imaginario”. – Byung-Chul Han
Si la belleza es armonía entre todas las partes del conjunto conforme a una norma determinada, de forma que no sea posible reducir o cambiar nada sin que el todo se haga más imperfecto, esta armonía debería protegerse, y en concreto, esta ópera, como representación artística que es, aspirando a conmocionar con la belleza de una melodía, de una historia y de unas voces en armonía. Sin armonía, no hay belleza.
Para los clásicos la belleza aspiraba a lo sublime, mientras que Aristóteles introducía el concepto de «lo bellamente bueno», en Platón la belleza no suscitaba una simple complacencia, sino que conmociona, y esta conmoción es la que promovió precisamente la larga ovación de Va pensiero, el Coro de los esclavos de Nabucco, también en el Real. Para Kant, por ejemplo, el juicio va mas allá de lo puramente estético, es un gusto intelectualizado, que se basa en el acuerdo de la razón, es decir, de lo bello, con el bien, con el ideal de lo bello, Kant concibe una belleza moral, o un amoral de lo bello. Hegel o Heidegger también idealizan lo bello, al que otorgan el esplendor de la verdad. La belleza se manifiesta en lo sensible, es armonía de las partes, sin coerción ni presiones. La verdad es reconciliación, es libertad.
Si lo bello tiene valor por sí mismo, es un fin en sí mismo[4], y no está sujeto a intereses externos, debería quedar libre de presiones extrínsecas forzadas por la ideología imperante que introduce la obligación de la pornografía como excusa de modernidad en aras de una falsa libertad, incluso en un momento en que la desquiciada sociedad en que vivimos denuncie de forma paradójica el uso de esa pornografía. ¿Qué queremos en realidad?
Como nos recuerda Byung-Chul Han la crisis de la belleza consiste en que lo bello se reduce a su estar presente, a su valor de uso o de consumo. Por ello cambiamos sentimientos por emociones o sensaciones. Lo permanente por lo pasajero, pero si la belleza es un anhelo del ser humano, podremos hacer las elecciones necesarias para alcanzarla, podemos dirigir nuestros pasos en su búsqueda y nos traerá verdad y bondad, y con ello, todo lo que la sociedad necesita.
[1] Byung-Chul Han, La salvación de lo bello, Herder, pag.76
[2] Ibis pag.19
[3] Ibis pag 49
[4] Ibis pag 87
¿Qué te pareció este artículo? Deja tu opinión: