Piden más nivel, y en su ignorancia, en su no saber siquiera cómo pedirlo —y quizá en el embrollo de ocultar su verdadero propósito—, se traicionan a sí mismos. Acusan al colegio de no enseñar a sus hijos, pero lo que dicen que no les enseña son cosas que se aprenden y se trabajan en casa, como la tabla de multiplicar, de cuyo desconocimiento en quinto de primaria culpan a los maestros cuando la tarea de memorizarla, previa explicación en clase, ha corrido siempre a cargo de los padres.
Lanzan estas acusaciones por televisión, y la televisión encara el asunto con una candidez conmovedora: traga, de buenas a primeras, con la milonga, con la filfa, con la mueca lacrimosa del comité de la insidia. Toma por víctimas a los camaleones del arrabal. No logra ver —como ven a la legua quienes pisan a diario las aulas— la gatada que supura entre la flagrante distorsión y la fingida consternación.
Acusar al colegio de poco nivel es una vieja socaliña de los padres para espantarse las pulgas del deber; pero acusar al colegio de no hacer lo que no le atañe ya es un ridículo espantoso, un exhibir a todo bochorno el plumero de la irresponsabilidad. Es presentarse como la más completa materialización del tipo humano del siglo XXI, como frutos arquetípicos de la rebelión de las masas, de la vulgaridad que se personifica, se reivindica y se impone. Una vergüenza y un dolor, porque plantean un disparate sin pies ni cabeza, un despropósito apoyado en la real gana, en el puro decirlo, en la nada, y lo esgrimen con la pericia y el desparpajo adquiridos en el reporterismo cutre de la red social, en la triste ocupación de narrarse a sí mismos, locutar sus intrascendencias, publicitar sus delirios, engatusar inocentes y dar cuerpo entero a lo de Ortega.
No tienen miedo a las cámaras, no les azora garlar en público, no perciben sus limitaciones y hasta se sienten capaces de ilustrar al orbe y sentar cátedra, de dar lecciones a los profesores, de aplicar a todo su medida mostrenca y ofrendar el atrevimiento de los advenedizos al lucero del intelecto crepuscular.
Este fenómeno de los progenitores indignados no es nuevo. Es un antiguo conocido de los colegios, que lo tienen calado. Pero el público en general no lo conoce tanto, y de ahí el éxito de los últimos aspavientos.
Padres frente las cámaras de televisión como frente a las cámaras de sus móviles, compareciendo ante la sociedad, ante la humanidad entera, sin que les arredre su enclenque vocabulario y su nula preparación, para quejarse de que sus hijos han llegado a la secundaria con graves problemas de comprensión lectora. Y si no les conociera uno, si no tuviera una perfecta noción del paradigma social que representan, creería que pasan el día leyendo a los clásicos, y que su justa indignación proviene de ver cómo el colegio malogra el magnífico ejemplo que dan a sus hijos; incluso imaginaría que han estado cientos de horas repasando, practicando con ellos las tablas de multiplicar —lo que, bien mirado, echaría toda la culpa encima de los chavales—, y podría conceder un timbre de verosimilitud a la contundencia postiza de su endeble y capciosa oratoria.
Pero sospecha uno que no hay tal; que no hay nada salvo exigir al colegio, además del trabajo docente, las obligaciones familiares. Tiene uno ese pálpito, aunque no pueda sostenerlo por falta de pruebas. Tiene uno ese pálpito e intenta quitárselo de la cabeza; dar crédito a esas madres, a esos padres, a ese comité, a ese florido retablo de furias e indignaciones; considerar una hipotética negligencia en el colegio de marras. Imposible.
Ha presenciado uno tanto lo otro, lo contrario, lo que intuye, lo que vislumbra entre los resquicios de tan tópicas acusaciones; ha visto uno tantos padres descargando, exigiendo, imponiendo al colegio lo que sólo a ellos incumbe que anda uno con la mosca detrás de la oreja, entre la inquietud y el asombro, presa de horribles temores e incluso pensando si no deberían los colegios empezar a exigir más nivel a los padres.
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