Las mujeres que leen son peligrosas es el título de un precioso libro escrito por Stefan Bollmann y publicado en 2005. Lo subtitula “una historia ilustrada de la lectura desde el siglo XIII hasta el siglo XXI». Y lo ilustra en la pintura universal. Sus epígrafes son sugerentes: El lugar del Verbo (lectoras llenas de gracia… pintura religiosa), momentos íntimos (Rembrandt, Vermeer…), residencias de placer (Boucher, Fragonard y los salones del XVIII), horas de éxtasis (lectoras sentimentales del romanticismo), la búsqueda de sí misma (lectoras apasionadas, Burne-Jones, Ramón Casas, van Gogh) y pequeñas escapadas (lectoras solitarias del XX). Durante siglos, las mujeres que leen son privilegiadas y el entorno pictórico lo pone de relieve.
¿Y qué pasa con las mujeres escritoras? ¿Cuándo accede la mujer a la escritura?
Ya adelantamos las excepciones conventuales… Hubo periodos históricos en los que la presencia femenina se hizo sentir de modo acusado: no otra cosa son los salones literarios del XVII y XVIII (Torras Francès, 2001, “tomando cartas en el asunto”), agentes indirectos de la revolución francesa y en los que brillaron con luz propia mujeres como Mme de la Fayette o la marquesa de Sevigné. Se trata de escritoras de éxito, como muestran respectivamente La princesa de Cléves (1678, llevada al cine en La carta de M. de Oliveira); las cartas de Madame de Sevigné a su hija, escritas entre 1671 y 1696, que impulsan lo epistolar como género literario.
Frente a la presencia femenina como eje temático en las grandes novelas del siglo diecinueve escritas siempre por hombres (Madame Bovary, de Flaubert; La Regenta, de Clarín; Anna Karenina, de Tolstoi; Pepita Jiménez, de Valera o Tristana de Pérez Galdós), que dibujaban un inmenso fresco de sociedades en las que la mujer sólo podía ser ángel (la esposa del hogar) o demonio (la mujer pública); la narrativa del siglo XX asiste a la masiva irrupción de la mujer como escritora. Ya no es focalizada por el hombre, sino que habla por sí misma. Descubrirá que la escritura es un campo privilegiado para bucear en su identidad, para forjarla al contacto con el papel en blanco, y con el mundo exterior al que, poco a poco, le va exigiendo un lugar. Encontrará un cauce para verter sus inquietudes, destapándolas sin pudor a través de sus versos, como Delmira Agustini, Juana de Ibarbouru o Alfonsina Storni, cuyos amores trágicos estallan con una pasión arrolladora en la recta final del XIX hispanoamericano. O enmascarándolas tras ficciones más o menos complejas, en un proceso que arranca de la gran novela romántica / realista del XIX: Jane Austen (1775-1817), Mary Shelley (1797-1851) o Mary Ann Evans, George Eliot para la historia de la literatura (1819-1880) (y atención al pseudónimo masculino común a Georges Sand y tantas otras) lo hicieron así en obras inmortales como Sentido y sensibilidad (1809), Frankenstein (1818) y Middlemarch (1871-72).
Escritoras inglesas cuyas vidas están en las antípodas: por un lado, la monótona existencia campesina de la hija del vicario anglicano, cuyos silencios sintomáticos y sueños reprimidos se encauzan en la literatura, tabla de salvación para verter con ironía la sátira de una sociedad puritana que dejaba muy pocos resquicios a una mujer pobre, pero culta y con ganas de autonomía.
Por el otro, el escándalo y la ruptura con los códigos sociales: Mary Shelley fue hija de la Wollstonecraft. Primero amante y luego segunda esposa del poeta romántico con el que se había fugado a Italia a los dieciséis años, dominaba griego, latín e italiano y fue una excelente narradora, Curiosamente obtuvo un inmenso éxito con su primera novela, Frankenstein (1818), gestada en Suiza durante el verano de 1816, fruto de una apuesta surgida en la tertulias con Lord Byron y sus amigos, sobre la posibilidad de crear vida humana; algo tan de moda hoy, cuya licitud habría que plantearse seriamente. La palabra de una mujer enmendando la plana al Creador… ¡Suprema osadía!
Palabras de mujer, impulsoras de una gran literatura femenina en el XIX
Como Mme de Stäel, George Sand, Fernán Caballero, la Pardo Bazán, Gertrudis Gómez de Avellaneda… muy ligada a los folletines de los periódicos y las revistas para mujeres que van creando un público femenino. Una literatura que estallará en el siglo XX. Es entonces cuando la mujer alcanza esa “habitación propia” postulada por Virginia Woolf (1882-1941) y por la que ya luchara veinte años antes la niuyorquina Edith Wharton (1862-1937). Esta amiga de Henry James describe el entorno exquisito de Boston con sus veraneos en Newport a fines del XIX; la élite internacional recreada en novelas como La edad de la inocencia (1984), llevada al cine con éxito por Scorsese. El lector se siente fascinado ante un mundo que declina, como en los famosos relatos decadentistas (El gatopardo, Muerte en Venecia, El gran Gatsby, El jardín de los Finci-Contini...). Pero ese mismo lector, si es perspicaz, no dejará de notar cómo en el juego bipolar entre las dos mujeres, la aparentemente tradicional sabe utilizar con maestría su inocencia, manteniendo a su lado al que será su futuro marido. Y cómo la moderna, posible amante, es capaz de sacrificar su amor en aras de una felicidad más auténtica y profunda. aunque la renuncia sea dolorosa. Todo ello en el marco de una sociedad frívola, muy bien retratada en su autobiografía Una mirada atrás (1994).
Como viento impetuoso, las mujeres asaltarán el papel en blanco en la década de las vanguardias (1920 / 30) para hacerse un lugar en el mundo a través de la escritura: es el caso de la venezolana Teresa de la Parra en deliciosas novelas como Memorias de la mamá blanca (1929), o Ifigenia (1924), que cuestiona el entorno patriarca; el de la argentina Norah Lange, o el de la mexicana Nellie Campobello, el de la chilena Mª Luisa Bombal, con La última niebla (1934)… A veces (y me centro en España) su escritura se desdibuja entre los pliegues de una labor cultural más amplia, como les sucede a las mujeres del Lyceum Club femenino, la primera asociación femenino / feminista de Madrid (1926-1939), dirigida por María de Maeztu, y por la que transitaron Carmen Caro Baroja, Pilar Zubiaurre, Pura Maortua, Zenobia Camprubí, Amalia Galarraga, Concha Méndez, Clara Campoamor, Ernestina de Champourcin… amén de más de trescientas afiliadas que encontraron su refugio en este club para mujeres, impulsor de cursillos, exposiciones, conciertos, conferencias y lecturas de poemas.
¿Sobre qué escribe la mujer? ¿Existe una literatura femenina?
Con sabiduría de siglos y apropiándose del tópico de la falsa modestia, comenzó escribiendo en los márgenes, es decir, cartas, diarios, libros de viajes y todo aquello que por su cercanía al ámbito privado (autobiografía, memorias, novela autobiográfica, lírica intimista) no “chirriaba” demasiado, no incomodaba demasiado al varón; para irrumpir después en el centro del canon, los géneros consagrados (poesía, teatro, narrativa). Para caracterizar la literatura escrita por mujeres, se habló de literatura femenina (acepta el rol femenino tradicional), feminista (se rebela contra él), o de mujer, aquella que incide en el problema del autodescubrimiento, según el cual para la mujer escribir es crearse. Desde el punto de vista histórico, la progresión puede verse así: rechazo a los valores patriarcales, reivindicación de un rol en la sociedad… para abrirse en un abanico que rompe con los tópicos. ¿Temas femeninos? Tempranamente Yourcenar rompe con los estereotipos al enmascararse tras la voz de un emperador romano en Memorias de Adriano (1951).
La narrativa del siglo XX asiste a la masiva irrupción de la mujer como escritora. Ya no es focalizada por el hombre, sino que habla por sí misma. Descubrirá que la escritura es un campo privilegiado para bucear en su identidad, para forjarla al contacto con el papel en blanco, y con el mundo exterior al que, poco a poco, le va exigiendo un lugar. Encontrará un cauce para verter sus inquietudes, destapándolas sin pudor.
Porque durante mucho tiempo se creyó que la literatura femenina debía ser intimista, lírica, subjetiva… en primera persona y con cuño autobiográfico… Conceptos superados hoy. Es cierto que, si nos centramos en nuestras novelistas decanas, las de la generación del 50 o de posguerra muchas veces lo hacen, al hilo de episodios de una infancia rememorada (si bien ficcionalizada). Las obras de Carmen Laforet 1921-2004), Carmen Martin Gaite (1925-2000), Ana María Matute (1925-2014), Mercé Rodoreda, o Rosa Chacel pueden leerse como un continuum, de tono autobiográfico, de las diversas alternativas por las que atravesó la mujer española en la primera mitad del siglo veinte (incluida la guerra tan presente en sus obras). La mujer se asoma a la propia vida a través de la ventana de la escritura (Detrás de la ventana. Enfoque femenino de la literatura española, 1987, Martín Gaite); y al hacerlo se plantea además problemas relacionados con esta última. Aunque, la metaliteratura, es decir, la reflexión literaria dentro del texto, es práctica habitual en la novela moderna, no sólo femenina. Como muestra, un botón: El balcón en invierno (2014), de Landero.
También es cierto que, al abrirse al entorno, la escritura femenina ha pasado por el puente de la familia. Las sagas familiares, la historia de tres generaciones (abuela, madre e hija) se constituyen en soporte temático de bestseller internacionales. En la literatura española Ramona, adeu (1970-71), de Montse Roig o El volumen de las ausencias (1983), de Mercedes Salichas lo testifican. A nivel internacional, Sueños en el umbral (1994, Fátima Mernissi, (1940-2015), El club de la buena estrella (1993, Amy Tan) y Donde el corazón te lleve (1994, Susanna Tamaro) se enmarcan en este grupo.
Y como podía suponerse, la maternidad nunca estuvo ausente de esta literatura, desde una amplia polisemia: como deseo frustrado (Frida Kahlo), o perspectiva que horroriza (V. Ocampo), pero también con esperanza ilusionada: Tiempo de espera (1998), de Carme Riera es una muestra de gozosa asunción de la maternidad por parte de una mujer madura y en contra de las expectativas sociales (mujer independiente, de izquierda…).
Laura Freixas publicó una antología bajo el título Madres e hijas (1996), cuyo eje es la relación materno filial, siempre problemática. Y apostilla: “las mujeres en tanto que hijas, sentimos hacia nuestras madres una aguda ambivalencia (amor, gratitud, admiración y deseo de imitarlas)… a la vez que rechazo y desprecio por cuanto encarnan y pretenden transmitirnos la sumisión femenina”. Existen muchas facetas en esta relación: 1. El lamento de la niña por la madre frívola y sin ojos para la hija: La flor de lis (1988), novela autobiográfica de la “princesa roja” creadora de la literatura testimonial, la mexicana Elena Poniatowska, cuajada de doctorados honoris causa y premios internacionales (R. Gallegos, 2007; Biblioteca Breve, 2011; y Cervantes 2013). Ese trauma de la infancia, la orfandad sentimental, funcionará como dato escondido en el texto. 2. El ajuste de cuentas ante la madre muerta: Esther Tusquets (editora y novelista), Soledad Puértolas (académica), Tamaro o A. Tan encajarían en este apartado por derecho propio. En las dos últimas se establece una liaison especial entre abuela y nieta, puenteando a una madre que se desentiende de sus hijos. Le sucede también a Irene Nemirowsky, la gran escritora rusa de Suite francesa en El baile, demoledora venganza de una hija sobre su madre que la mantuvo encorsetada.
Sin embargo, las escrituras del yo no son coto femenino, sino una moda del XX tanto en hombres (Darío, Borges, O. Paz…), como en mujeres (V. Ocampo, F. Kahlo, Martin Gaite). La autobiografía como bios, es decir como relato que privilegia la vida, el referente extratextual. O como autos, que vuelve los ojos hacia la intimidad, el yo mismo de la persona. Incluso, en las últimas décadas se privilegia la graphe, una metáfora que el sujeto construye de sí mismo. Parece que muchos de los teóricos que trabajan estas cuestiones (Genette, Eakin, Ricoeur, Caballé, Lejeune…) ya no están de acuerdo con el pacto referencial de este último, que postula la coincidencia identitaria entre autor, narrador y personaje. Se plantea cada vez más la virtualidad creativa del texto que va generando una imagen “distinta” a la del autor, una máscara literaria (“Yo vivo, yo me dejo vivir para que Borges pueda tramar su literatura, y esta literatura me justifica”. “Borges y yo”, de El Hacedor, 1960).
Literatura femenina como documento con la consiguiente denuncia más o menos solapada, que no puede, ni a veces tampoco quiere, escapar al debate ideológico… Virginia Woolf, M. Yourcenar, Christa Wolf, Doris Lessing y tantas otras, que polemizan con la tradición en franca rebeldía, pueden encasillarse en la novela feminista a ultranza, que convive con otra más atemperada en la que, como vimos, lo fundamental es el proceso de concienciación femenina. Literatura que en muchas ocasiones se vierte en el cuento: Vidas de mujer (Monmany ed, 1998). En España existen grandes cuentistas: Fernández Cubas, A. García Morales, L. Castro, I. Monsó y muchas más representadas en esta y otras antologías.
El éxito y la categoría literaria de una mujer en absoluto está en función de los premios obtenidos, pero estos denotan su progresiva visibilidad en el mundo occidental: 16 mujeres han obtenido el Nobel de Literatura, S, Lagerloff (1909), G. Deledda (1926), Pearl S. Buck (1938), G. Mistral (1945), N. Sachs (1966), N. Gordimer (1991; T. Morrison (1993), Wislawa Szymborska (1996), E. Jelinek (2004), D. Lessing (2007), H. Müller (2009), S. Alexievich, (2015), O. Tokarczuk (2018), L. Glück (2020). Narradoras, poetas, ensayistas, de todos los países del mundo. Incluso nuestra A. Mª Matute fue propuesta en el 76 e ingresó en la Real Academia Española de la Lengua (1998). Consiguió sin problema lo que le fue imposible a G. Gómez de Avellaneda en el XIX, a pesar de haber triunfado en Madrid como poeta, y dramaturga, apadrinada por los Reyes. Le antecedieron Martin Gaite (1979), Elena Quiroga (1984), y le sucedieron Puértolas (2010) y Carme Riera (2013)…
El Nadal es el premio decano de las letras españolas (casi 80 años) y también lo recibieron 16 mujeres encabezadas por Laforet (Nada, 1945, seguidas por Martín Gaite… hasta Etxebarría (1998) y Care Santos (2017), si bien hoy, unido al grupo Planeta, es otro tipo de premio. Por cierto, alcanzado por Najat El Hachmi en el 2021 por su novela El lunes nos querrán, en defensa de las mujeres musulmanas…
Podríamos seguir en esta línea: el Premio Príncipe de Asturias fue recibido por Fátima Mernissi en el 2003; el no menos prestigioso Cervantes tiene en su haber a cuatro mujeres hispánicas: María Zambrano (1988), Dulce Mª Loynaz (1992), A. Mª Matute (2010) y Poniatowska (2013)… Y tras una serie de nombres (Almudena Grandes, Belén Gopegui…) de narradoras españolas consagradas, la generación más joven despunta a la altura de sus predecesoras. Selecciono a Sara Mesa (1976), Premio Ojo de la Crítica, por Cicatriz, 2015, aunque creo es mejor aún como cuentista. Y a Cristina Morales: su novela Lectura fácil ganó el Premio Herralde (Anagrama) en 2018 y ha sido Premio Nacional de Narrativa en el 2019.
Para terminar, en el momento actual y a pesar de la gran cantidad de literatura y subliteratura escrita por mujeres en los escaparates de las librerías, no existe un canon de literatura femenina, en el sentido de un modelo con específicas marcas a nivel de lenguaje o estructura; Pero aunque existiera nunca debería ser el reverso de una escritura canónica fundada en la masculinidad, ni tampoco su servil imitadora. La calidad literaria, objetivo prioritario, no puede calibrarse por cuotas, ni por minorías- En ese sentido, habría que destacar la inclusión de dos mujeres, Jane Austen y Emily Dickinson en el polémico libro de Harold Bloom El canon occidental (1994). Sería deseable ir ensanchando ese marco hacia un canon universal y único, cuyos baremos fueran estrictamente literarios y no de género.
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