Pintaba objetos. Cosas. Pero cosas con alma y calma. Espacios con ausencias y silencios. Sin gente.
Los óleos, acuarelas y dibujos de Isabel Quintanilla (1938-2017), la gran pintora del realismo madrileño, han traído al Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid la emoción y recuerdos que evocan las cosas, los seres inertes sin vida que nos traen vida, a lo largo de una gran antológica donde pueden verse un centenar de obras, comisariada por Leticia de Cos, hasta el próximo día 2 de junio.
Es la primera antológica que este museo dedica a una artista española y se enmarca en el deseo de este centro en los últimos años de dar a conocer la gran obra pictórica realizada por mujeres, y una de las figuras fundamentales del realismo contemporáneo. Sin embargo, no es la primera vez que podemos admirar la obra de esta maravillosa artista en este museo, ya hace unos, tuvimos la oportunidad de admirarla en la exposición «Realistas» de Madrid, junto a sus compañeros en esta corriente, incluído su marido Francisco López.
La muestra reúne un centenar de obras de toda su carrera, incluyendo sus pinturas y dibujos más sobresalientes, muchas de ellas piezas nunca vistas en España por encontrarse principalmente en museos y colecciones de Alemania, país en el que tuvo un destacado reconocimiento en los años 1970 y 1980. Quintanilla vivió y trabajó en un momento de la historia de España en el que las mujeres artistas no tenían ni el peso ni el protagonismo del que disfrutaban los artistas masculinos, aspecto que no pasaba por alto en sus declaraciones públicas para reivindicar así el valor de su trabajo y el de sus compañeras.
La pintura de Isabel Quintanilla es resultado de un dominio rotundo de la técnica y de un oficio adquirido en distintas escuelas, pero, sobre todo, de un trabajo continuado en el tiempo. La artista se refería siempre a la lucha constante que supone resolver los problemas que la pintura plantea a todo aquel que quiere valerse de ella para experimentar la realidad de otra manera.
La selección de obras propone un recorrido evocador que nos sumerge en el “mundo Quintanilla”, protagonizado por sus objetos más personales, por la intimidad de las estancias de los diferentes domicilios y talleres donde vivió y trabajó, así como por su familia y sus compañeros. Un universo en el que el visitante va a reconocer ambientes y objetos que activarán sus emociones, objetivo que estuvo siempre presente en la autora. Como ella misma afirmó en numerosas ocasiones, la pintura era su vida y su vida era la pintura. Apenas plasmó figuras humanas en sus cuadros, tal y como vemos en esta exposición, en la que sólo hay tres cuadros donde aparece la figura humana, que vuelve a ser cercana: un autorretrato que dibujó con 24 años, un óleo con Paco –su marido– escribiendo, y otro dibujo en el que plasma a su marido dibujando a Antonio López. ¿Por qué? Leticia de Cos explica que ella misma contaba que su objetivo era que quienes se observaban sus lienzos se fijaran en los objetos, en los espacios, y que ellos mismos, convirtiéndose en protagonistas, los completaran con sus recuerdos, evocaciones, imaginaciones, ya que si aparecían personajes quedaría contada la historia, porque serían lso protagonistas, y la obra quedaba así cerrada.
Al recorrer sus obras en El realismo íntimo de Isabel Quintanilla, los objetos se apoderan del visitante, lo atrapan con su alma en un entorno de calma. Con su emoción quieta sea ante la máquina de coser de su madre, la esquina de un frigorífico, las estanterías de un baño, una ventana, los tarritos de vidrio y, sobre todo, los vasos de Duralex, que al ser los protagonistas de la vida cotidiana de cualquier hogar en esa época, se convierten también en protagonistas de la exposición, y nada más entrar, a mano derecha, encontramos una pared con nueve obras con vasos de Duralex que nos hablan. De digna sencillez, de vida, y también de soledad.
Como la soledad de un teléfono que no recibe llamadas, de una puerta blanca entreabierta, de una mesa, de una cama, de un lavabo, de una coliflor, o de un pez esperando ser cocinado. Al ser huérfana desde edad muy temprana, fue su madre, costurera, quien la crió, y a ella están dedicados algunos de los cuadros de la muestra, como su máquina de coser.
Su historia la cuentan los carteles de la muestra: “Si Quintanilla no estaba pintando, estaba cosiendo. Su madre fue modista y gracias a su trabajo logra sacar a la familia adelante cuando falleció su padre. Quintanilla no pinta en ninguna ocasión a su madre, pero su evocación es constante. Encontramos referencias a la costura en muchas de sus obras, en dedales, tijeras, la mesa de planchar y, por supuesto, la máquina de coser. Como vemos en este Homenaje a mi madre (1971), donde la máquina Alfa es la protagonista absoluta”.
Este óleo se encuentra en la Pinakothek der Moderne de Múnich. “En La habitación de costura (1974), Quintanilla ha elegido el momento de la noche, pues era en el que su madre terminaba de rematar los encargos que al día siguiente debía entregar a sus clientas”.
Leticia de Cos ha completado la panorámica sobre Quintanilla con una sala dedicada a sus compañeras de vida, arte y generación: María Moreno, Amalia Avia y Esperanza Parada–, con todo este despliegue descriptivo, a algunos visitantes se quedarán absortos en el recuerdo nostálgico de una vida más tranquila y sencilla de los años sesenta y setenta, donde la luz juega un papel fundamental para crear ese ambiente que la artista quiere transmitir, el atardecer entrando por las ventanas, o el misterio que crea la oscuridad de la noche, ese solitario teléfono verde-beis esperando que alguien lo descuelgue, la puerta de acceso al baño, los tarritos de cristal, y los vasos de Duralex con un clavel blanco o unos lirios o unos pensamientos …íntimos.
Entradas: Museo Thyssen Madrid
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