Sin cesar nos acogotan, desde cualquier parte, cientos de voces, miles de caras y dosmiles de letras, irrumpiendo súbitas con la consigna, con el slogan, con el mantra, con la melopea infame de todos los gurús y todas las autoayudas: sé tú mismo; abroquélate; quiérete mucho; repudia sin piedad al «tóxico» —en la egoísta convención de que «tóxico» es el fulano que te cuenta su vida, que te abruma con sus problemas, que se queja de algo—; no te permitas la tristeza; no cedas un palmo a la melancolía; oblígate a ser feliz; pon cara de alborozo y asómala por cuantas ventanas puedas; cumple la expectativa de la masa, del gran hermano regente y rigente, de la vulgaridad entronizada, del hatajo de palurdos que, ante la inhibición de los excelentes, ha cogido el cetro y juega, divertido, a organizar el cotarro.
Sé tú mismo, exigen. Y luego, cuando uno, ignorada o conocida esta vil falacia y sus abundantes manifestaciones en la publicidad, en la información, en la cultura oficial, en la red social y hasta en la junta de la escalera, intenta ser él mismo en serio y no en la broma que le imponen, descubre que las cosas, en cada entorno, en cada realidad concreta, están organizadas para que no lo consiga; que ya están sentadas las bases para que todo quisque discurra por el camino marcado.
Y si no, respóndeme: ¿puede ser uno tranquilo, flemático, ecuánime, siendo profesor? No.
¿Puede uno esculpir su carácter, hacerlo parsimonioso, emular a ese Poirot magistralmente interpretado por Suchet, siendo médico de familia con setenta pacientes por turno? Tampoco.
En el siglo de los derechos, en la era de los derechos, en la fiebre de los derechos, en la dictadura de los derechos no hay derecho a ser uno mismo. Y encima el recochineo de los mensajes, de las voces, de la subliminalidad furiosa, de la ciniquísima carcajada que nos intima sin descanso a serlo.
En el siglo de los derechos, en la era de los derechos, en la fiebre de los derechos, en la dictadura de los derechos no hay derecho a ser uno mismo.
Sé tú mismo pero pásate las clases aturdido, colérico, desnivelado, aullando a lo bestia te salga o no hacerlo; y lidia con el pasmo electrónico de los alumnos, con la bollería digital que les dan, con el billete al infierno que les han metido en el bolsillo y con el desarreglo y el extravío que sufren.
Sé tú mismo pero agárrate a brazo partido con el zambombo que quiere la baja por sus castañas, por sus razones, que las tiene a tiras pero no son las tuyas, las buenas, las que valen; y sácale humo al teclado entre pacientes, diagnostícalos a matacaballo y desfila entre las flechas de sus miradas, bajo la lluvia de sus invectivas y el pedrisco de sus improperios, cuando salgas de la consulta en la pausa del café.
Sé tú mismo y trata de mantener la impavidez, la pausa, la flema en la caja del supermercado, pasando los productos del cliente infinito, soportando sus comentarios y la exasperante cachaza con que recuenta las monedas y se guarda el ticket. Maravíllatelas o alucínatelas; ve, averigua y compóntelas para gestionar eso y al mismo tiempo ser tú mismo; cuadra el círculo de ser tú sin salirte de los parámetros autorizados; de ser tú mismo según las opciones permitidas; de ser tú otros, como indican otros, como conviene a otros.
Es un falso culto a la personalidad, un individualismo que oculta un gregarismo, un lobo totalitario con piel de cordero libertario. Hay una tabla de rasgos diseñados para que nadie destaque, para que nadie se aparte un milímetro de la uniformidad en la mediocridad y la ductilidad; o sea que de profesor flemático, de profesor en voz baja y reposado continente, nada. Y nada en absoluto de médico atento, detallista y minucioso, de galeno que se toma su tiempo en aras del mejor diagnóstico. Y menos aún de cajero impertérrito, de cajero sereno, de cajero metódico y calmo. Serás tú mismo como se te permita serlo; como más convenga en tu oficio; pero nunca —ni se te ocurra— como tú hayas pensado, como tú decidas en razón de tu genio y con la mejor intención de servicio.
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